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RESUMEN:

Aunque fueron numerosos los futbolistas canarios que desde los años 20 engrosaron clubes peninsulares, no es menos cierto que el deporte isleño vivía una especie de independencia con relación al resto del país. La lejanía geográfica, los paupérrimos medios de transporte y el elevado coste económico que representaban los traslados entre la metrópoli y Las

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El canario que aguó la presentación de Di Stéfano

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Aunque fueron numerosos los futbolistas canarios que desde los años 20 engrosaron clubes peninsulares, no es menos cierto que el deporte isleño vivía una especie de independencia con relación al resto del país. La lejanía geográfica, los paupérrimos medios de transporte y el elevado coste económico que representaban los traslados entre la metrópoli y Las Palmas o Santa Cruz de Tenerife, aconsejaron la creación de una liga regional. Habría de esperarse hasta 1950 para que la recién nacida Unión Deportiva Las Palmas -por fusión de cuatro sociedades históricas-, ganase el derecho a participar en 2ª División. Consecuentemente, esa ausencia de clubes canarios en nuestras dos categorías profesionales, acabó pasando factura en forma de agudo desconocimiento mutuo. Un desconocimiento, por cierto, extensible a casi todos los ámbitos de la vida.

Dan fe de ello las descripciones que la popular novelista Anita Serrano Rodríguez hacía   sobre Gran Canaria en su novela «Herencia de amor», aparecida en agosto de 1954. Una muestra de su página 39 resultará suficiente:

«La hermosa finca de Las Morenas no sólo era una mansión de lujo y recreo, sino una propiedad productiva, donde, además de las cosechas de cereales y plátanos que, aprovechando el paso de un riachuelo que permitía con gran facilidad verificar los riegos, había mandado plantar don Alfonso, poseía extenso olivar, algo de monte y una bien poblada ganadería de vacas suizas, con modernísima instalación de maquinaria para la esterilización de la leche, que, después, era vendida en los mercados mundiales en botellas especiales».

Pasando de largo sobre tan pedestre construcción literaria, resulta obvio que la autora, con varios títulos más a su espalda, no había visto las Canarias ni en foto, y que para documentarse pudo haber manejado folletos turísticos de la Suiza grisona. Poco importaba, puesto que el español de la época apenas podía viajar. Bastante hacía sobreviviendo a una posguerra tan dura como interminable. Por todo ello, el archipiélago canario podía ser como la mente de cada cual quisiera proponerlo. Para Anita Serrano Rodríguez no sólo era una especie de Suiza cerealera y con olivos, sino tierra poblada de nigromantes, según relataba en la página 78 del mismo ejemplar.

 La realidad canaria a principios de los 50 del pasado siglo, empero, estaba harto alejada de la leche pasterizada. Por las dos capitales, conglomerado de coloristas construcciones bajas denominadas terreras, no resultaba raro ver la ronda del cabrero, ordeñando a sus animales ante la clientela,  en los mismísimos porches.

Bajo ese prisma ha de entenderse el testimonio del goleador amarillo Sinforiano Padrón. Corría el 28 de mayo de 1950 y la Unión Deportiva acudió a Murcia para disputar un decisivo choque de promoción a 2ª. Tan pronto se detuvo el autocar que los conducía desde el hotel a las inmediaciones del estadio, la muchedumbre arremolinada en derredor de las taquillas comenzó a gritar «¡Los canarios!. ¡Llegan los canarios!». Dubitativos, comenzaron a descender, sin descartar alguna posible agresión. Pero el comportamiento de los murcianos no podía ser más pacífico. En lugar de enojo, sus rostros reflejaban asombro e incredulidad. Por fin alguien tradujo en palabras la decepción general. «Pero, ¿cómo es posible?. Vienen de las Islas Canarias y son blancos. ¡Todos blancos!».

Entre los componentes de aquel equipo se hallaban Cástor Elzo, durante mucho tiempo el más viajero de la 1ª División, al haber militado en 7 clubes diferentes, y Tacoronte, cuyas andanzas requieren atención.

 Juan González Tacoronte (Las Palmas, 2 de junio de 1927), no sólo fue un delantero corpulento, luchador, bien dotado para el remate de cabeza y con aceptable dominio del balón, sino protagonista de algunas excelentes anécdotas.

Formado en un equipo playero llamado Ribalta, pasó a los clubes Gran Canaria y Victoria, con cuyo presidente, hombre convencido de poder traspasarlo al Barcelona no tardando mucho, pactó la ficha más alta satisfecha hasta entonces en la entidad. Gracias a esa ficha compraría una casa en el barrio de las Alcaravaneras, donde residió algún tiempo. La constitución de la Unión Deportiva Las Palmas le sorprendió probando en varios clubes peninsulares, sin que su fuerza y brega llegasen a convencer. Ya amarillo, rompió defensas contrarias hasta aupar a los recién nacidos a la máxima categoría. El 13 de octubre de 1952 era traspasado al Zaragoza, donde sin embargo no permanecería mucho tiempo. Su siguiente club fue el Nancy francés. No cabe decir que triunfara, puesto que en el campeonato galo redujo su habitual registro goleador hasta 3 tantos en 18 encuentros. Y sin embargo con aquella camiseta tocó el cielo, siquiera por una vez.

Fue cuando acudió con el Nancy al estadio Santiago Bernabeu, para disputar contra los merengues el partido donde presentaban al gran Alfredo Di Stéfano. Si todavía necesitaba consagrarse por nuestros pagos, aprovechó bien la oportunidad, puesto que los blancos salieron humillados con un contundente 1-4. Tacoronte firmó tres goles y anonadó de tal modo al graderío, que la crónica de «Marca» no se anduvo con rodeos: «Hemos venido a ver el debut de Alfredo Di Stéfano y lo que en realidad hemos visto es a un genial delantero centro canario llamado Tacoronte».

Tras aguar la fiesta blanca y sembrar dudas en torno el astro argentino, los cazatalentos comenzaron a merodear, para beneficio del club francés. Fue el Marqués de la Florida quien finalmente, con algo de anticipación y bastante dinero, pudo llevárselo al Atlético de Madrid. Ya no volvió a repetir tardes tan gloriosas. Iba bien de cabeza, se fajaba con los defensas, pero de ahí a brillar nuevamente con luz propia… Di Stéfano acaudillaba al mejor Real Madrid de la historia, cuajando como el mejor futbolista de la época, en tanto él menguaba, a medida que disminuían sus prestaciones físicas. Aún habría de cambiar la camiseta colchonera por el listado blanquinegro del Badajoz, en cuya ciudad contrajo matrimonio y puso fin a su andadura deportiva. Era aquel un equipo bautizado como «Los diez mantas y un brasero», aludiendo a la cortedad de su plantilla, en consonancia con la precariedad de medios económicos, la justita calidad media y el brillo de sus goles. Un equipo que mientras fue respetado por las lesiones ocupó puestos cabeceros de 2ª División, para sorpresa general.

De las anécdotas anteriormente aludidas, probablemente no haya otra como la fechada en Cartagena, durante y después del partido que supusiera el debut canario en 2ª División.

Fajador tenaz, conforme se ha dicho, padeció aquella tarde numerosas entradas de la defensa departamental sin que el árbitro, caserísimo, se diera por aludido. A medida que avanzaban las agujas del reloj y se endurecía el lance, iba agotándosele la paciencia. Tacoronte, al fin, hincado de rodillas y mirando al cielo con las manos unidas, lanzó todo tipo de maldiciones, juramentos e improperios. Concluido el encuentro con tanteo favorable a los debutantes por 2-4, se presentaron en la estación ferroviaria varios sacerdotes que preguntaban por su paradero. Ante la extrañeza de entrenador y directivos expedicionarios, fue persuadido a salir del tren. Entonces los sacerdotes corrieron para abrazarle efusivamente, alborozados. «¡Usted es un santo!», clamaban. «¡Un auténtico santo!». Futbolistas, directivos y demás viajeros, no salían de su perplejidad. Cuando Tacoronte pudo encontrar palabras entre tanta turbación, los curas se explicaron: «Creemos que a usted se le debe proclamar santo porque a pesar del castigo infligido por los contrarios, se puso de rodillas y rogó a Dios por esos jugadores que no sabían lo que hacían». Al arrancar el tren y con el grupo de sacerdotes despidiéndoles bajo la marquesina, el sorpresón se tradujo en chirigota, multiplicada aún en el hotel cuando el propio Tacoronte se hizo con la sotana del capellán canario Juan Nuez y, vistiéndola, inició un solemne paseo por el comedor, trazando la señal de la cruz.

Patético reflejo de aquellos años empapados en moralina, fervor amachimbrado y milagrería, sólo comprensible desde la perspectiva nacional-católica cuyo máximo exponente habría ser el Congreso Eucarístico barcelonés. Un Congreso, por cierto, que si el No-Do calificó ampulosamente como magno acontecimiento cristiano, para el vulgo habría de ser, no sin cierta carga irreverente, la «Olimpiada de la Hostia».

Tacoronte, el canario que aguara la presentación de «La Saeta Rubia», olorosa flor de un día, se establecido en la capital de España como topógrafo, tras colgar las botas. Falleció el 6 de agosto de 1994, sin olvidar nunca la primera plana del «Marca» y su inmensa sorpresa en la estación ferroviaria de Cartagena.

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Publicado en: Jugadores