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RESUMEN:

En 1962, la selección española acudió a la fase final del Mundial de Chile, cargada de esperanza. Tras su ausencia en Suiza 1954 (apeados por la inocencia del «bambino», que acabó favoreciendo a Turquía) y Suecia 1958 (al imponerse Escocia en la fase previa), incluso los menos entusiastas soñaron con la posibilidad de acariciar algún

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El timo de los paraguayos

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En 1962, la selección española acudió a la fase final del Mundial de Chile, cargada de esperanza. Tras su ausencia en Suiza 1954 (apeados por la inocencia del «bambino», que acabó favoreciendo a Turquía) y Suecia 1958 (al imponerse Escocia en la fase previa), incluso los menos entusiastas soñaron con la posibilidad de acariciar algún laurel, luego de que la gloria se escurriese en Brasil, doce años antes. Bastaba repasar el elenco de seleccionados para disparar el optimismo. Carmelo Cedrún bajo el marco. Santamaría, Rodri, Pachín, Gracia, Rivilla o Reija para la línea de cobertura. Segarra, Garay, Luis Suárez y Luis Del Sol armando el juego. Y en la delantera Di Stéfano, Puskas, Eulogio Martínez, Peiró, Paco Gento, Enrique Collar y los por entonces prometedores Amancio y Adelardo. Un equipazo. O mejor, un grupo de grandes futbolistas al que Brasil y Checoslovaquia sacaron los colores.

Aquel fracaso dolió de veras. Más, si cabe, cuando se tuvo constancia del estupor con que la propia FIFA acogió el amplio número de «extranjeros» agrupados bajo nuestro pabellón. De ahí a responsabilizar del fracaso a los foráneos españolizados, sólo medió un paso. Puskas ni se había estrenado como goleador en 3 partidos. Di Stéfano, lesionado en la espalda, no llegó a vestirse de corto. Eulogio Martínez evidenciaba los primeros síntomas de prematura decadencia. Santamaría tampoco estuvo fino. Y si Adelardo se alineó al menos ante Brasil, marcando un gol válido y viendo como se le anulaba el tanto que hubiera supuesto un 0-2 antes del descanso, Amancio había quedado inédito. Conclusión: si los males de nuestro fútbol radicaban en los muchos foráneos enquistados en el campeonato liguero, se prohibía importarlos y cuestión resuelta.

Así se hizo. A partir del ejercicio 1964-65 quedó cerrado el portillo, impidiéndose, incluso, la renovación de cualquier contrato vencido a partir del 30 de junio de 1965.

No era la primera vez que aquella España autárquica impedía fichar futbolistas extranjeros. Ya en 1953, ante el gran número de foráneos, la Delegación Nacional de Deportes había impedido, siquiera durante 3 únicos años, la incorporación de más. Pero a diferencia de entonces, los clubes no se conformaron. Llevaban demasiado tiempo importando perlas exóticas, para asentir resignadamente. Sobre todo si existía solución, basándose en una norma que convertía en «asimilado» a cualquier descendiente de españoles, siempre y cuando cumpliese otro requisito exigido por la FIFA: el de no haber vestido la camiseta de ninguna selección nacional ajena a la española.

A través de esa gatera continuaron llegando los denominados «oriundos», muchos ni remotamente merecedores de cruzar el charco. Veamos, si no, quién recuerda estos nombres: Vega y Reyes (At Madrid), Rubens (Córdoba), Roberto García (Barbastro y G. Tarragona), Rodolfo (Hércules), Bogado (Córdoba y varios clubes catalanes de 3ª División), Bernal (Lérida), Oswaldo (Rayo Vallecano), Víctor Manuel Franco (Córdoba y como Bogado clubes catalanes de 3ª), Ramón Martínez (Mestalla y Coruña), Inocente Gaona (Coruña y G. Tarragona), «Búfalo» García (Elche), Próugenes (Mallorca), Sarrachini (Mallorca, Hércules, Almería)… Otros, como Andrés Medina, tuvieron más difícil el acceso, puesto que sus papeles alertaron a los más dormidos funcionarios federativos. Y junto a ellos un puñado de jóvenes que sí justificaron el viaje: Casco, Anastasio Jara, Juan Carlos Rojas, Miguel Pérez, Fleitas, Acosta, Benegas, Jacquet, Toñánez, Pedro Fernández, Aníbal Pérez… Excepciones que al fin y al cabo apuntalaron el nuevo y floreciente negocio.

Porque con intermediarios o presidentes españoles exhibiendo sus billeteras de nuevos ricos por Latinoamérica, y sociedades casi en bancarrota, aunque propietarias de futbolistas apetecibles, pronto se olfateó el negocio desde ambos lados del Atlántico. Negocio turbio, opaco e ilegal, y al mismo tiempo muy generalizado. Tanto como beber matarratas durante la Ley Seca norteamericana. La ambición, el sueño de conseguir figuras a un precio asumible, hizo ricos a unos cuantos indeseables. Y es que cuando prácticamente todos quebrantan las normas, la normalidad es precisamente eso, quebrantarlas. En esa trampa cayó nuestro fútbol, puesto que falsificar documentaciones estaba casi al alcance de cualquiera. Paraguay, al abrigo de una burocracia corrupta, expedía certificados y partidas de nacimiento casi a medida. Pronto, de ese modo, cobró cuerpo la figura del futbolista recién llegado de Asunción o Buenos Aires que, según el chiste, en su primera comparecencia pública presumía de sangre española con un abuelo nacido en Celta de Vigo y una abuela bautizada en Hércules de Alicante.

Acababa de nacer el denominado «timo paraguayo».

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Severiano Irala, en un arranque de sinceridad, destapó sin querer los turbios manejos de clubes españoles, intermediarios de allende el océano y mafias falsificadoras de distintas documentaciones.

Fue el Barcelona quien levantó la liebre, no precisamente por altruismo. En junio de 1969 Severiano Irala, del Cerro Porteño, se presentó ante los periodistas de la ciudad condal, antes de fichar por el club azulgrana. «He jugado dos partidos con la selección paraguaya», manifestó incautamente. Y al advertirle algunos informadores que los internacionales extranjeros no podían ingresar en nuestro fútbol, ratificó: «Pues he jugado. Como otros».

Esa sinceridad puso candado a sus documentos en la Federación y encoraginó a la directiva «culé». Había otros casos como el de Irala, claro que sí. Por mucho que la Federación Paraguaya extendiese certificados negando lo innegable, de cada partido internacional se derivaba un acta. Y aún suponiendo que los corruptos hubiesen logrado destruirlas, seguían quedando las hemerotecas. Si se habían «colado» futbolistas ilegales era por pura y simple desidia.

Destapada ya la putrefacción, en setiembre de 1969 el organismo federativo decidió inscribir a tres oriundos, por haber jugado ya nuestro campeonato el año anterior: Fleitas (Real Madrid), Aníbal Pérez (Valencia) y Ricardo González (Elche). Al mismo tiempo paralizaba la de otros del Murcia, At. Madrid, Sevilla y Pontevedra. Poco después, Real Madrid y Barcelona dirimían su enfrentamiento liguero y Fleitas batía en dos ocasiones al guardameta barcelonés. La indignación catalana no tenía nombre. O jugaban todos con las mismas reglas o se rompía la baraja.

El escándalo le estalló en las manos a Juan Antonio Samaranch, como máximo dirigente de la Delegación Nacional de Deportes, aunque las más graves consecuencias se harían esperar hasta el siguiente decenio. Diversas denuncias del Athletic de Bilbao y la Real Sociedad, hermanados en defensa de sus canteras, pudieron demostrar no sólo algunas falsificaciones de documentación, sino incluso internacionalidades ocultas. Sebastián Fleitas Miranda, Aníbal Pérez, Cáceres, González y «Búfalo» García, paraguayos todos ellos, habían vestido la camiseta de su selección y por lo tanto jugaban ilegalmente en la liga española. La Federación, muy censurada desde la D. N. D. («Se debía haber dudado de la condición de oriundos de algunos jugadores», llegó a dictaminarse), abortó los traspasos de Héctor Ramón Ponce y García Cambón, internacionales argentinos en los Juegos panamericanos de Winnipeg. Y como alguien debía pagar los platos rotos, el secretario general de la RFEF, Andrés Ramírez, sería suspendido por 6 meses a causa de su permisividad. Poca cosa, sin embargo, para apaciguar la cólera de Agustín Montal, presidente blaugrana, quien a sus declaraciones en caliente, formuladas el 12 de julio («El Fútbol Club Barcelona está tolerando que en la Asamblea de la federación voten presidentes que aprovechan en su favor el timo de los paraguayos») quiso unir hechos palmarios. Consecuentemente, encargó al abogado y más tarde político Miquel Roca i Junyent, la elaboración de un informe demostrativo de que 46 de los 60 oriundos de la liga no eran hijos ni descendientes de españoles.

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A tenor de la legislación vigente en materia de futbolistas oriundos, el paraguayo Sebastián Fleitas Miranda nunca debió haber ingresado en nuestro fútbol.

Los años 70, por lo tanto, estuvieron sazonados de polémica y estupor.

Un nuevo delegado de Educación Física y Deportes, Juan Gich Bech de Cereceda, optó el 26 de mayo de 1973 por tapar un borrón con otro mayor, presionado por Agustín Montal y el informe de Roca i Junyent. Desde esa fecha los clubes de 1ª y 2ª división quedaban autorizados a contratar  dos futbolistas extranjeros, cualesquiera que fuesen su patria y entorchados internacionales. Eso sí, como sucediese durante la primera apertura de posguerra, el veto a los extranjeros se mantenía para la Copa, aunque más adelante terminarían levantándolo. Dicha norma entró en vigor a partir del campeonato 1973-74, pero con ella no se olvidó el viejo escándalo.

Bien al contrario. Real Sociedad y Athletic se encargaron de mantenerlo fresco, con la inestimable ayuda de la Delegación Nacional de Deportes, desde donde decidieron prorrogar los contratos de Fleitas, González, Aníbal Pérez, Cáceres y Rojas, en su momento instados a abandonar la Liga, con la condición «de que no puedan ser traspasados a otros clubes y sigan en los actuales». Entendiendo fuera de cualquier cobertura legal semejante carpetazo, los clubes vascos presentaron recurso contencioso administrativo, llegándose a especular con la posibilidad de anular el campeonato 1974-75. No se llegó tan lejos, por mucho que la peste a cloaca continuara adherida a demasiadas camisetas.

La sombra de la sospecha rodeó a Rubén Cano y Touriño, quienes con certificado de oriundo llegaron a alinearse en la selección española. Otros internacionales fueron desenmascarados de la noche a la mañana. Ni Roberto Martínez (Español y Real Madrid), ni Rubén Valdez (Valencia), eran quienes aseguraban sus papeles. Y lo mismo sucedía con el brasileño Bezerra (At Madrid), quien había convertido en «c» la «z» de su apellido para usurpar derechos de españolidad. El mundillo futbolístico, siempre tan mal avenido, se dividió entre quienes propugnaban destapar el albañal y los partidarios de llegar a compromisos políticos, atendiendo al bien general. Incluso hubo medios ferozmente dedicados al alumbramiento de la verdad, con habilidad suficiente para plegar velas cuando el temporal derivó en galerna. Las páginas del deportivo madrileño As ilustraron muy bien semejante transformación.

En diciembre de 1971, dicho medio tuvo la virtud de destapar el escándalo. Federico Marcelino González denunciaba con pelos y señales la estafa de su socio e intermediario paraguayo Epifanio Rojas, quien no había compartido con él sus pingües beneficios. Ambos representaban a «paraguayos» nacidos en Buenos Aires, La Rioja, Tucumán o Montevideo. El método no podía ser más simple. Por 1.000 dólares, es decir unas 70.000 ptas. de la época, se libraban documentos de procedencia con todos los sellos y timbres legales. A ello había que sumar el soborno cobrado por el gerente de la Federación Paraguaya, cuya firma permitió a cerca de 50 extranjeros -entre otros Jacquet, Soto, Peña y Bravo, todos argentinos- llegar camuflados. Un año más tarde, concretamente el 10 de diciembre de 1972, en las mismas páginas se defendía el aquí no ha pasado nada con cierto artículo titulado «Un gol imposible», que entre otras cosas lucubraba lo siguiente: «¿Se imaginan ustedes lo que pasaría si se descubriese, por ejemplo, que Valdez, que se alineó con España frente a Yugoslavia en las eliminatorias para el Mundial, es tan español como Heredia?. ¿Piensan ustedes lo que ocurriría si se llegase a la conclusión de que Anzarda y Becerra, por no ir más lejos, tenían el mismo grado de oriundez que Echecopar?. ¿Saben ustedes lo que podría pasar con los resultados de los encuentros, internacionales o nacionales, jugados por aquel o por éstos?. Yo, sinceramente, creo que es mejor no pensar en la marimorena que podría organizarse, porque ya no serían dos, ni cuatro, ni seis, los equipos implicados, sino todos. Absolutamente todos».

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Mario Jacquet no era ni paraguayo ni oriundo, pero gracias a sus papeles falsificados y a la posterior amnistía acabó desarrollando una notable carrera deportiva por nuestros pagos.

Ese «todos» tan categórico levantó algunas ampollas, como no podía ser menos. Y el editorial de «Athletic», órgano oficial del club bilbaíno, correspondiente a enero de 1973, tenía buen cuidado en puntualizar: «Lo único que nos falta aquí, en Bilbao, es que venga nadie a decirnos que estamos implicados en el asunto de los oriundos. ¿Quisiera decirnos el comentarista quiénes son nuestros oriundos?».

Para enrarecer más el ambiente, la Federación Española autorizó por escrito a Real Sociedad y Athletic de Bilbao cuantas reclamaciones o denuncias creyeran convenientes en los tribunales ordinarios. Los dos clubes no lo dudaron y se abrió, así, un procedimiento. Afloraron los nervios, pues había mucha ropa sucia escondida.

La pareja de clubes norteños disponía de certificados del registro Civil Consular, donde se reconocían falsificaciones en 3 casos: Rodolfo Vilanova (Málaga), Roberto Martínez y Eduardo Aníbal Anzarda (Real Madrid y Betis). Al esgrimirlos ante la Federación, ésta, sintiéndose atrapada, echó mano al viejo procedimiento de saltar sobre su charco y salpicar a los demás. Esos documentos, demostrativos de que ni los padres del terceto eran quienes se aseguraba, ni reales sus fechas de nacimiento, sirvieron para poner en tela de juicio el procedimiento seguido desde el Ministerio al dar de baja a ese terceto en el Registro de Españoles.

Heridos en su amor propio, los belicosos presidentes de Athletic y Real Sociedad arrojaron sobre la mesa más pruebas de falsificación, relativas a otros oriundos. Su empeño les llevó a contratar al detective privado Jesús Gallo, quien tras recabar información de Ramón Melcón -denunciante, a su vez, en un diario madrileño, de la falsificación que Roberto Martínez había efectuado en su partida de nacimiento, publicando fotopocia de la auténtica-, partió hacia América. Allí habría de vivir, desde el 15 de octubre al 16 de noviembre de 1974, situaciones peripatéticas.

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A Roberto Martínez su documentación falsificada le permitió jugar con la selección española. Un pacto entre FIFA y FEF, cuyo presidente garantizaba que ni éste jugador ni Rubén Valdez volverían a vestir nunca más la roja, acabó cubriendo tamaño disparate con el polvo del olvido.

En Paraguay iba recomendado a cierto industrial. Como aquel hombre lo desconocía todo acerca del fútbol, le recomendó a su vez a otra persona, metiéndole de lleno en la boca del lobo. Prácticamente le retaban, entre divertidos y amenazantes. «Las cosas -decían-, o se hacen bien o no se hacen». No estaban muy bien hechas, porque Gallo logró pruebas. Entonces la sorna se trocó en intimidación: «A nada que te metas en algo te plantan en Clorinda sin que pase media hora». Huelga comentar que Clorinda era un cementerio. El muro burlón, en Paraguay, parecía resistirlo todo. Allí todos eran conscientes del bonito negocio organizado con muchos clubes de nuestra 1ª y 2ª División. En Argentina, en cambio, las entidades deportivas escudaban sus prácticas bajo la máscara de esa simpatía que todo lo empolva y olvida. Sólo en Uruguay fue relativamente fácil atar cabos. Claro que el detective contaba, especialmente en Buenos Aires, con la desinteresada colaboración de muchos emigrantes españoles, en particular de los agrupados en la Casa Vasca. Cuando se tuvo noticias de sus avances, un abogado voló desde España con instrucciones de hacer más tupida la red silenciosa. Y justo entonces irrumpió el listillo de turno, dispuesto a aplicar su tocomocho.

Se presentó con insignia del Real Madrid en la solapa y bien pronto acreditó no ser sino el clásico hombre de paja. Por una modesta aportación económica aseguraba conseguir toda la información precisa. Él se encargaría de todo, mientras Jesús Gallo podía dedicarse a engordar su cuenta de gastos, gozando de los muchos atractivos americanos. La víspera del día en que el detective tenía previsto su regreso, recibió una llamada telefónica. El supuesto rastreador sólo le proporcionaba su dossier, previa entrega de 50.000 ptas. El detective retrasó el vuelo a Barajas y pudo hacerse con esos mismos papeles por sus propios medios.

Cuanto aportó Gallo tuvo un efecto de bomba.

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Oscar Rubén Valdez se había buscado unos padres de conveniencia. Cos, paraguayo del Barcelona, había nacido en Córdoba, Argentina, y sus verdaderos apellidos no eran Fernadéz Cos, conforme aseguraba, sino Cos Luján. El valencianista Adorno tampoco había nacido en Puerto Aragón, sino en Corrientes, su padre era argentino y la madre paraguaya. Víctor Domingo Juárez era de Formosa, Argentina, no de Alberdi; tenía un rastro fácilmente perseguible, pues su progenitor fue diputado peronista. Carlos Diarte se inventó un Martínez por delante para colar en el ancho filtro. Crispín Maciel, aparte de inventarse un inexistente García como primer apellido, convirtió en tío a su verdadero padre, militar retirado de alta graduación, para dejar sitio al García comprado a peso. Aguirre Suárez, por fin, tampoco había nacido en Ceballos Cué (Paraguay), sino en Tucumán, y además era conocido en las canchas de allende el océano como «El Tucumano». Por cierto que a su llegada a Granada fue bien aleccionado. «Desciendes de Pamplona», se le dijo al recogerle en el aeropuerto. «Acuérdate bien, tu abuelo es de Pamplona. A ver, ¿de dónde procede tu sangre española?». Se lo aprendió tanto que horas más tarde, durante su primera rueda de prensa, ante la pregunta de una periodista sobre si sus ascendientes eran navarros, negó categórico. «Se equivoca usted. Mi abuelo no era navarro, sino de Pamplona».

«Lobo» Diarte se inventó un falso padre apellidado Martínez para colar como oriundo. El subterfugio no podía ocultar, sin embargo, sus entorchados internacionales con Paraguay, que también lo incapacitaban para ingresar en nuestro fútbol. Durante los años 60 y primeros 70 parecía valer todo.

El caso es que ante semejante alud de inmundicia, el gobierno amnistió a los falsificadores y sus clubes pudieron presentar a la Federación filiaciones auténticas. Al fin y al cabo, se dijo, no se trataba de un asunto tan grave. Los sudamericanos podían acceder a la doble nacionalidad con 24 meses de estancia en nuestro suelo, tiempo más que cubierto por todos ellos.

Cuando tuvo lugar la amnistía, Athletic y Real Sociedad hicieron gala de su elegancia. Buena prueba fue el editorial del órgano oficial bilbaíno: «Parece ser que el indulto afecta directamente a los jugadores encartados y sinceramente nos alegramos, porque nunca tuvieron los dos clubes vascos como objetivo el castigo a los infractores, sino aclarar una situación enrarecida y conseguir que la Real Federación Española adoptase una postura valiente y honesta y, en definitiva, beneficiosa para el fútbol nacional».

La FIFA por su parte, también se mostró comprensiva. Decidió pactar bajo mano con la RFEF, en el espinoso asunto de los internacionales que como Roberto Martínez o Rubén Valdez, jamás debieron serlo: Tierra sobre el pasado y propósito de enmienda. En otras palabras: tupido y piadoso velo, si nunca más volvían a ser seleccionados.

A partir de ese instante, los timadores con dos años de residencia se apresuraron a presentar sus verdaderas actas de nacimiento, pues la amnistía sólo afectaba al delito cometido con anterioridad y en modo alguno a la posterior utilización de los documentos falsificados.

Pero lo sorprendente fue que aquello tampoco acabó con las trampas. Antes y después de abrirse los mercados, hubo quien siguió a lo suyo, tan terne. Uno fue Raúl Díaz, tipo con buena planta pero muy mediocre jugador, expulsado después de engañar a los federativos que tramitaron su ficha al Rayo Vallecano y Toledo. Y otro Juan Miguel Echecopar.

Jugando en el Estudiantes de La Plata, Echecopar había sido tres veces campeón de América y una en la Copa Intercontinental (suyo fue el gol que noqueó al Manchester), antes de que la directiva del Granada C.F. pensara en él. Tras su aterrizaje en la ciudad andaluza, el 15 de enero de 1972, vio cómo su falsa documentación no le servía para colarse de oriundo. El club de Los Cármenes, que le había fichado por tres años, prefirió, en lugar de cederlo o buscar un traspaso, alinearlo en el campeonato andaluz de reservas mientras aguardaba una inminente apertura fronteriza. Cuando ésta se produjo, el jugador  negó cualquier posibilidad de formar en su club de no mediar importantes mejoras contractuales. Sobre las 800.000 pesetas estipuladas por temporada, aparte de sueldos y primas, reclamaba 1.800.000 anuales. Cándido Gómez, antiguo portero granadino y a la sazón presidente, hombre temperamental, estuvo a punto de llegar a las manos entre tanta y tan larga discusión. Finalmente se aproximaron las posturas y Echecopar debutó en la liga española, aunque sin justificar nunca los esfuerzos reconciliatorios. Ni en las faldas de Sierra Nevada ni más tarde entre en La Condomina murciana, reverdeció laureles. Su mucha clase estaba bastante reñida con la brega.

No fue, por desgracia, un caso aislado. Durante el año 1975 debían seguir creyendo por Paraguay que el cedazo de nuestro fútbol mantenía su vergonzosa permeabilidad anterior. Pesoa lo puso todo de su parte para vestir la camiseta salmantina y comprendió que algo había cambiado de verdad. Era un buen muchacho, calladito y modoso, con bastante técnica y movilidad. Como venía de jugar la Copa América, se incorporó tarde a la pretemporada y apenas tuvo oportunidad de conocer España. Los charros, que habían pagado por él 6.700.000 ptas., fueron testigos de sus dificultades para demostrar una inexistente ascendencia hispana. Como extranjero no les interesaba, pues ya tenían cubierto el cupo. Y el bueno de Pesoa, tan triste como debilitado económicamente (los papeles que no le permitieron entrar habían corrido de su cuenta) fue devuelto a Paraguay el 11 de octubre, sin haber debutado siquiera.

El timo de los paraguayos llena por sí sólo una vergonzosa  página de nuestro fútbol. Lo humilló entonces y aún hoy continúa abochornándolo. Pero seríamos injustos enterrando aquellos hechos, puesto que forman parte de la Historia.

Y a la Historia no hay por qué maquillarla.

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Publicado en: General