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RESUMEN:

¿Podemos imaginar al Real Madrid regalando unos puntos vitales al C. F. Barcelona?. ¿Y al Sevilla haciendo lo propio con el Real Betis?. Regalarlos altruistamente, se entiende. Y a plena luz, con la connivencia arbitral, sin mediación de maletines, cesión de futbolistas cara al futuro o cualquier otro tipo de acuerdo ventajista, ruin o chanchullero.

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Puntos regalados

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¿Podemos imaginar al Real Madrid regalando unos puntos vitales al C. F. Barcelona?. ¿Y al Sevilla haciendo lo propio con el Real Betis?. Regalarlos altruistamente, se entiende. Y a plena luz, con la connivencia arbitral, sin mediación de maletines, cesión de futbolistas cara al futuro o cualquier otro tipo de acuerdo ventajista, ruin o chanchullero. Imposible, ¿no es cierto?. Pues esto, hoy impensable, solía ser moneda corriente en tiempos de amateurismo más o menos real y profesionalismo encubierto.

Se entendía entonces que el fútbol -«foot-ball», por respetar la grafía de esa época- era deporte de caballeros, de «gentlemen», que al terminar cada «match» se evaporaba toda rivalidad y nada impedía a los contendientes departir las incidencias como amigos. Así las cosas, quedó recogida reglamentariamente la posibilidad de que cualquier equipo entregase los puntos a su adversario, si entendía fueran a resultarle más provechosos. Para ello bastaba el cuerdo de los presidentes, directivos o capitanes, y la correspondiente comunicación al árbitro -entonces «referee»-. El partido se disputaba, claro. A veces a cara de perro, por más que todos fuesen conocedores del pacto. Y podía ocurrir -de hecho sucedía a veces- que al final de los 90 minutos el marcador reflejase un tanteo contrario a quien debía resultar victorioso. No importaba, porque prevalecía la palabra empeñada. El «referee» reflejaba en su acta a quién debían serle otorgados los puntos en litigio, como consecuencia del pacto previo, y todos contentos.

Cuando esta fórmula fue admitida, nadie pareció pensar en las aficiones. Al fin y al cabo, tampoco cabía hablar de «afición» en el sentido que hoy las caracteriza. Al principio acudían a los «fields» familiares o conocidos de los jugadores, sus novias, amigas, puede que algún reportero, y unos cuantos ociosos picados por la curiosidad. No faltaban gacetilleros tan versados en las artes del balón redondo como para recoger en sus crónicas, con alborozo, «la considerable altura que alcanzaron algunos schoots». Poco a poco los alrededores del «field» irían poblándose, no ya de apacibles espectadores en tarde de picnic, donde lucir sombrillas o sombreros de jipijapa, sino por quienes empezaban a tomarse como cuestión de honor la derrota del contrario. Y partir de ahí, lo de regalar puntos empezó a revestir algún riesgo.

Probablemente quien más caro pagase tal práctica fue el apenas recién nacido Club Deportivo Castellón, entidad surgida del Cervantes Fútbol Club. Los cervantinos, jóvenes trabajadores, vestían el uniforme tricolor de la bandera republicana y lucían una estrella en el pecho, pues no en vano estaban auspiciados por el Centro Republicano de la Plana. La capital mediterránea contaba con otros clubes de menor predicamento, alguno con abundancia de señoritingos o vástagos de la mejor sociedad. Como no pareciese lógico aquel microcosmos, se planteó concentrar los esfuerzos en una única agrupación que además llevara el nombre de Castellón allá por donde compitiese. El 20 de julio de 1922 los socios del Cervantes, tras votación muy reñida, se avinieron a convertir dicha entidad en C. D. Castellón, aportando la práctica totalidad de su plantilla. También se acordó elegir pantalones negros y camisetas tricolores con el azul del mar, el naranja de sus huertos y el verde de los campos, pero al no hallar por ningún sitio semejante combinación acabaron comprándolas blancas, que además resultaban más baratas. Teniéndolo todo para competir, iniciaron su andadura. Y justo durante la segunda campaña con la recién estrenada denominación habría de estallarles el conflicto.

Escudo del Cervantes, club de inspiración republicana, origen del futuro C. D. Castellón.

Escudo del Cervantes, club de inspiración republicana, origen del futuro C. D. Castellón.

Fue el 8 de diciembre de 1923, a raíz del primer partido correspondiente a la 2ª vuelta del Campeonato regional. Les visitaba el Valencia, gran favorito, máxime considerando que los castellonenses había resuelto con tres derrotas cuatro de los partidos disputados en aquel torneo. Quién sabe si por quedar bien, por hacer amigos en la capital del Turia, teniendo en cuenta los antecedentes, el presidente del Castellón, Tadeo Mallach, acordó con su colega «ché» cederle los puntos. Parece avalar esta hipótesis el hecho de que nada dijese a sus compañeros de junta directiva, y menos aún a sus futbolistas. Como ambos equipos lucían idéntica equipación, siguiendo normas de cortesía en aquella época, los jugadores de la Plana saltaron al campo con camiseta verdiblanca. Y justo con el pitido inicial empezó a fraguarse el escándalo.

Porque resulta que el Castellón, practicando un fútbol brillante y efectivo, al decir de los cronistas, con Alanga, Martínez y Lavall, su tripleta defensiva, rayando a gran altura -entonces se jugaba con portero y dos defensas-, fue empequeñeciendo al adversario. Hacia el ecuador del primer tiempo Pinto lanzó un córner, el cuero llegó a su interior izquierdo Vicente Ordóñez, que para sorpresa de los defensas lo dejó pasar, impulsándolo de inmediato con el tacón hasta el fondo del portal valenciano. El jolgorio de los aficionados locales todavía pudo haber sido mayor, puesto que algún minuto después el «referee», Sr. Lemmel, castigó con penalti el derribo de que fuera objeto en el área Aliaga, un ariete todo empuje, a la vieja usanza. El castellonense Doménech lanzaría el balón lejos de los tres palos y así lo que pudo haber sido victoria más contundente quedó en raquítico, aunque muy sabroso 1-0 a favor del Castellón. Entonces, claro está, al primer presidente del club, Sr. Mallach, le tocó confesar su pacto. Y se armó la marimorena.

Los jugadores de la Plana se lo tomaron como una afrenta, los directivos como una traición en toda regla, y los seguidores como la más descarnada burla, máxime considerando que el beneficiario no era un club cualquiera, sino el Valencia, precisamente, la representación de la gran ciudad desde donde se sentían mirados por encima del hombro. Cuando a modo de mofa comenzó a llamarse al C. D. Castellón  «C. D. Puntos» desde diversos ámbitos regionales, ya fue el colmo. Para empezar, Tadeo Mallach tuvo que presentar su renuncia al cargo. Y luego los jugadores se negaron en redondo a seguir vistiendo la misma equipación del Valencia -camiseta blanca y pantalón negro-. Durante un año, poco más o menos, la plantilla castellonense habría de lucir distintas equipaciones, siendo la más habitual camiseta rojiblanca y pantalón negro. Sólo a partir de 1925 adoptarían como propio el uniforme albinegro, en listas verticales.

Por cuanto se refiere a Vicente Ordóñez, causante involuntario del cisma merced a su gol, apenas jugaría unos pocos partidos más. Había llegado desde el Cervantes, como casi todos sus compañeros, y tras 2 campañas en la recién nacida sociedad parece colgó las botas durante el verano de 1924, con 5 presencias en dos Campeonatos Regionales y 3 goles, según revisión estadística de Conrado Martín y Miguel Ángel Serer para su obra «En el Escudo de tu historia». El fútbol siempre fue para él puro divertimento, sin pretensiones de abrazar el profesionalismo. Venía de familia acomodada, con negocio próspero, al que en buena lógica debería incorporarse en el futuro. Pero eso sí, mientras el muchacho jugaba en el Castellón, a su padre, fundador de una empresa de radiadores, le tocó instalar las duchas en el viejo campo del Sequiol. Gratuitamente, claro, que el fútbol pretérito estaba para muy pocos dispendios.

Emblema del primer C. D. Castellón, el que por un exceso del presidente fundacional habría de  pechar con el molesto remoquete de “C. D. Puntos”.

Emblema del primer C. D. Castellón, el que por un exceso del presidente fundacional habría de pechar con el molesto remoquete de “C. D. Puntos”.

El 28 de junio de 1924, transcurridos sólo seis meses de los hechos narrados, el fútbol español adquirió oficialmente estutus profesional, si bien durante cierto tiempo hubo abundantes dimes y diretes entre partidarios y enemigos de la resolución. Se daba carpetazo a un asunto por demás espinoso, ya que ni clubes ni futbolistas hallaban la menor seguridad en el «amateurismo marrón». Los jugadores, sobre todo, solían llevar la peor parte. No sólo carecían de foro donde reclamar cualquier impago, al ser en teoría aficionados puros, sino que se exponían a la descalificación como se les probara el ejercicio profesional. Aquello lo cambió todo. Las entidades más potentes pescarían a su antojo en el vivero de otras menos ricas. Muchachotes del Norte, practicantes de un juego más aguerrido y viril, en tiempos donde el físico primaba sobre la condición técnica, comenzaron a recibir nada despreciables ofertas del Sur, de Madrid, o de la ribera mediterránea. Nacería el Campeonato Nacional de Liga (1929) como única fórmula capaz de financiar, mediante sus jugosas taquillas, los dispendios en que la mayoría se embarcaron. Poco a poco, la antigua caballerosidad comenzó a antojarse un estorbo. Y por supuesto, a nadie se le ocurrió seguir cediendo a su adversario los puntos en litigio. Cuando menos dejaron de hacerlo con luz y taquígrafos, por puro altruismo.

Historias de otro fútbol y otra España, la del caciquismo agrario, el cuplé o el charleston, la del pistolerismo empresarial y anarcosindicalista, el fin de la Restauración a manos de Primo, su dictadura y la avenencia de Alfonso XIII a vivir entre sables, como lamentable pelele.

Tiempos donde un apretón de manos y la palabra empeñada revestía carácter contractual… incluso en el siempre complejo mundillo del balón, tan propenso al puntapié y la zancadilla.

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Publicado en: General