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RESUMEN:

Se conoce como «niños de la guerra» a los aproximadamente 30.000 chicos y chicas de entre 4 y 14 años que el gobierno republicano, el autonómico vasco y distintos partidos políticos o agrupaciones afines, exiliaron a partir de 1937, coincidiendo con el avance de las tropas sublevadas. Aquel vasto despliegue, hoy bastante censurado -por más

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Los Niños de la Guerra y el fútbol (1ª parte)

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Se conoce como «niños de la guerra» a los aproximadamente 30.000 chicos y chicas de entre 4 y 14 años que el gobierno republicano, el autonómico vasco y distintos partidos políticos o agrupaciones afines, exiliaron a partir de 1937, coincidiendo con el avance de las tropas sublevadas. Aquel vasto despliegue, hoy bastante censurado -por más que en su día lo inspirase la mejor intención-, se proponía ahorrar a la tierna infancia el trauma y las penurias de nuestra conflagración civil. Dudosamente sería éste un púlpito adecuado para recordar aquellos hechos, si no fuera porque entre todos esos expatriados también hubo futbolistas. O por ser más fiel a la realidad, hubo quienes se hicieron futbolistas en el exilio.

Aunque las expediciones hacia un exilio en teoría temporal, ahorrasen a muchos niños el hambre y la miseria de nuestra Guerra Civil, aquella salida representó para muchos un viaje sin vuelta atrás. En otros casos, el regreso estuvo impregnado de tanta angustia y dolor como el de la partida.

Aunque las expediciones hacia un exilio en teoría temporal, ahorrasen a muchos niños el hambre y la miseria de nuestra Guerra Civil, aquella salida representó para muchos un viaje sin vuelta atrás. En otros casos, el regreso estuvo impregnado de tanta angustia y dolor como el de la partida.

Si bien la primera expedición de pequeños partió hacia Francia en setiembre de 1936, sería a partir de marzo de 1937 cuando lo que podríamos denominar organizaciones «oficiales» se enfrascaron en labores de evacuación, inicialmente hacia Francia y la Unión Soviética. Pronto, sin embargo, se añadirían otros países como destinos de acogida: Bélgica, Inglaterra, Suiza, Holanda, Dinamarca, México… Se calcula que en junio de 1938 había en Francia 11.000 menores españoles, muchos de ellos no acompañados por su familia. Una espectacular progresión geométrica desde los primeros 450 niños vascos de entre 5 y 12 años llegados a la «Maison Hereuse» de la isla de Oléron -Casa Feliz en traducción literal- el 20 de marzo de 1937. También en Bélgica hubo otros 5.000, recibidos casi como arma publicitaria por el Partido Socialista Belga (POB-BWP). Alrededor de la mitad fueron confiados al Comité National pour l´Hébergement des Enfants Españols en Belgique (CNHEEB), que tras distribuirlos por distintas colonias costeras concluirían siendo entregados a familias de adopción. El propio cardenal Van Roey, a la sazón arzobispo de Malinas, resultó decisivo con su llamamiento a la adopción por parte de familias católicas. Se estima en 1.200 los menores acogidos por sectores de confesión católica y en no menos de otros  1.000 los tutelados por la Cruz Roja Belga, el Socorro Rojo Internacional, la sección belga de la Internacional para la Infancia y el Grupo Español para la Defensa de la República. Parte de los niños «belgas» habrían de ser repatriados tras la caída del Frente Norte, otros a partir de abril de 1939, cantado ya el triunfo franquista, y en torno a 1.300 permanecieron entre Flandes y Walonia, adoptados legalmente.

Una gran mayoría de aquellos niños, al igual que sucediera con los de Rusia, eran de origen vasco. Y el testimonio de casi todos, recogido en documentales, entrevistas, reflexiones y memorias personales, pone énfasis en un categórico «nunca más», junto a su inmensa sensación de doble desarraigo: el muy doloroso de la partida, ampliado por al despego frío y triste encontrado al retorno. Lejos de su país, casa y familias, bajo un cielo más plomizo, entre la incertidumbre por los que quedaron bajo el bombardeo, una indefinible sensación de abandono y el recuerdo de arengas rancias, los menos culpables en la locura fratricida contaron por semanas los días y en estaciones los meses. Nadie como el hoy olvidado escritor vizcaíno Luis de Castresana (San Salvador del Valle 7-V-1925 – Bilbao 17-VII-1986), «niño de la guerra» también, premio Fastenrath de la Real Academia,  Nacional de Literatura en 1967 y finalista del Planeta en 1970, para trazar aquel cuadro con cariñosa pincelada desde «El otro árbol de Guernica». Allí palpitan los anhelos, la esperanza y desánimo de quienes como él mismo, separados de Bilbao, Baracaldo, Sestao o Lamiaco por algún millar de kilómetros, enjugaban tanta y tan honda nostalgia en los colores del Athletic y el vago recuerdo de sus gestas durante la dirección de míster Pentland.

¿Cómo no iban a surgir futbolistas entre tan amplio semillero?. La gran ventaja del balón de cuero es que con uno pueden competir 22 muchachos, sin necesidad de herramientas sofisticadas u otro utensilio que varias piedras o un montoncillo de ropa señalando las porterías. Hoy, cuando se cumplen 75 años de aquellos acontecimientos, parece buena ocasión de espigar entre quienes, a su vuelta, olvidadas las lágrimas en el muelle de las despedidas, acreditaron ser deportistas de cuerpo entero.

Lezama -Pérez Lezama en sus inicios-, dueño del marco bilbaíno hasta el advenimiento de Carmelo Cedrún, fue claro exponente.

Raimundo Pérez Lezama, un guardameta poco convencional para la época, al que Carmelo oscureció bastante.

Raimundo Pérez Lezama, un guardameta poco convencional para la época, al que Carmelo oscureció bastante.

El colegio donde estuviera acogido junto a su hermano Luis y docenas de chiquillos, se hallaba justo frente al campo del Southampton. Los juegos del patio, por lo tanto, sólo podían orientarse hacia el balón. Un día se encontraron sin portero y Lezama (Baracaldo 29-XI-1922) acabó entre los palos. Ya no le permitieron abandonarlos. Tanto destacaba que acabaron llevándoselo al juvenil del Southampton, para debutar con el primer equipo a los 17 años, nada menos que ante un clásico como el Arsenal. Media temporada después, producida la repatriación, firmaba contrato con los areneros de Guecho (temporadas 1940-41 y 41-42) para acceder en seguida al Athletic. La fatal tuberculosis de Echevarría, indiscutible bajo el marco de San Mamés, precipitó su titularidad y el público fue teniendo conocimiento de novedades muy británicas: el saque a una mano, los reiterados despejes de puño, las salidas fuera del área para cortar con el pie… Lejos de merecer aplausos, alguna de estas innovaciones sería tomada por buena parte del público como pura excentricidad. De la isla, sin embargo, llegaban con él ideas revolucionarias. Por ejemplo, cuando hablaba de entrenar en canchas de tenis pero con balón y utilizando sólo la cabeza para impulsarlo, nadie le tomaba en serio. Veinticinco años después, varios técnicos de tronío incorporarían la fórmula para mejorar el primer toque de sus pupilos. En realidad, al joven guardameta sólo empezaron a verlo como hombre de garantía desde la final copera de 1943. Barinaga, Alsúa, Belmar y compañía, no podían creer que alguien parase tanto en una misma tarde. Y eso que las «lezamadas», o el temor a que las prodigase, le acompañarían durante las 17 temporadas que permaneció en San Mamés, si bien las últimas lo hiciese oscurecido por Carmelo.

La temporada 1955-56, viéndose sin sitio entre los rojiblancos, aceptó reforzar al Baracaldo, correoso club de 2ª División. Habría de volver al Athletic -entonces Atlético, al prohibirse cualquier terminología extranjera- para seguir calentando banquillo. Ya estaba virtualmente retirado cuando la baja por gripe asiática de los tres porteros indauchutarras le animó a vestirse de corto otra vez, por puro altruismo, ante el Condal de Barcelona. Corría el año 1957 y la experiencia debió animarle, porque aún estuvo otras dos campañas (1958-59 y 59-60) en el Sestao, que como Baracaldo e Indauchu militaba en 2ª. Y cual ave fénix, tras un nuevo amago de retirada, volvería al Arenas de Guecho la temporada 1961-62, esta vez en 3ª División.

Guardameta menos goleado de 1ª en 1946-47 e internacional contra Portugal el 26 de enero de 1947, en el estadio Jamor, tuvo la desgracia de coincidir en época con Eizaguirre, más que un obstáculo a la titularidad en la selección nacional, una auténtica pared. De los 4 goles encajados por España aquella tarde (los nuestros salieron derrotados por 4-1) él recibió 2 en los 42 minutos que se le concedieran. Dos títulos de Liga y 6 de Copa, unidos a su larguísima permanencia en el seno Atlético, bastaban para convertirlo en leyenda. Y sin embargo, por esas injusticias que a veces se comete con quienes fueron piedra angular, las directivas bilbaínas hicieron exhibición de cicatería no ofreciéndole el partido homenaje que sobradamente se había ganado y, mucho tiempo después, olvidando invitarle al partido con que la entidad celebrara su primer centenario.

Falleció en La Guardia (Rioja Alavesa) la madrugada del 24 de julio de 2007, a los 84 años, postrado desde hacía tiempo en una silla de ruedas, sin rencores y  sintiendo como durante toda su vida los colores rojiblancos.

Emilio Aldecoa Gómez en su época de jugador “culé”. Probablemente el “niño de la guerra” con mentalidad más británica.

Emilio Aldecoa Gómez en su época de jugador “culé”. Probablemente el “niño de la guerra” con mentalidad más británica.

Emilio Aldecoa y los durangueses José Luis Bilbao y Sabino Barinaga, autor este último del primer gol en el estadio Bernabeu, también bebieron en fuentes británicas. Aldecoa (nacido el 30 de noviembre de 1922 y fallecido el 4 de setiembre de 1999), sufrió el desarraigo primero en las proximidades de Londres y luego más hacia el noroeste. Inglaterra no sólo le formó como futbolista, sino también como persona. Serio, recto, honesto y disciplinado, daba perfectamente la imagen de un «gentleman». Por lo que al fútbol se refiere, comenzó jugando en el English Electric de Stafford. Tuvo suficiente con una temporada para que sus dotes goleadoras le hicieran llegar al Wolwerhampton Wanderers, todo un veterano del deporte anglosajón -fundado en 1877-, aunque sólo con esporádicas apariciones por las divisiones más selectas. Tres temporadas después ingresó en el Coventry, representante de una ciudad muy castigada por los inmisericordes bombardeos germanos. Corrido el tiempo ese habría de ser el primer equipo serio de Michael Robinson, popularísimo entre nosotros pese a haber escanciado con cuentagotas su último fútbol en El Sadar osasunista. Por fin, superadas dos campañas bajo la disciplina del Coventry, Aldecoa pudo lucir en su camiseta rojiblanca el escudo del Athletic, entonces Atlético por imperativo franquista, conforme quedó indicado. Sumaba ya 24 años bien cumplidos y la prensa se hizo oportuno eco del recibimiento tributado por familiares y amigos, aquel primero de julio de 1947 en el bilbaíno barrio de Deusto. Era como si por fin cicatrizara una herida, como si se extendiera un borrón sobre el recuerdo, siempre latente, del miedo, el hambre y la derrota bélica:

Toda la escena familiar fue muy simpática, y luego entraron en funciones los demás conocidos. No faltaron amigos de Emilio. Éste es espigado (pesa unos 70 kilos), alto (1 metro 76), de aspecto muy simpático, que da impresión de discreto e inteligente.

Aldecoa, sin embargo, no contó con toda la confianza de Mr. Bagge, su primer entrenador atlético, para el que además ejerció de intérprete. Y tampoco con la de Josechu Iraragorri, sucesor del británico. Alineado en 24 partidos de Liga y 2 de Copa durante su primera temporada como rojiblanco, y en otros 21 choques ligueros y uno más de Copa en la segunda, con un total de 9 goles marcados entre ambos ejercicios, puso rumbo a Valladolid sin haber triunfado. Dos campañas junto al Pisuerga le granjearon el salto al Barcelona, para enriquecer su palmarés con 2 títulos de Liga, 3 de Copa, 2 trofeos Eva Duarte y uno de la Copa Latina. En 1953 abandonó la disciplina «culé», recalando en Gijón. Ya había conocido para entonces la internacionalidad (30 de mayo de 1948, frente a la República de Irlanda, donde hubo de suplir a Juncosa en el minuto 31) y nuestro fútbol carecía de secretos para él.

Colgadas las botas y establecido en Cataluña, hizo sus primeros pinitos como entrenador en el Hércules de Hospitalet (1955), de donde saltó al Gerona. En 1960, incómodo al no abrirse camino hacia clubes con más relieve, o añorante de Inglaterra, decidió aceptar la oferta del Birmingham City para convertirse en ayudante de entrenador, puesto en el que permanecería 6 temporadas. Luego retornó a la península, haciéndose cargo del Valladolid, Gerona -en varias etapas diferentes-, Recreativo Granada, Caudal y Olot. Parece, además, que Agustín Montal, presidente barcelonista en el arranque de los años 70, le había tanteado para incorporarlo como intérprete de los entrenadores Buckingham y Drake. Cualquiera que fuese el motivo, Aldecoa nunca llegó a reingresar en el seno azulgrana.

Lo que sí hizo, aunque muy pocos lo recuerden, fue intervenir en la película «Once pares de botas» (1954), junto al guardameta Antonio Ramallets y el fino interior izquierdo españolista Francisco Marcet. También figuraron fugazmente en esa cinta José Samitier, Ipiña y Alfredo Di Stéfano, respaldados por actores con tanto empaque como José Suárez, Elisa Montes, Manolo Morán, José Isbert, Carmen Pardo y Javier Armet. No puede decirse que su director, Francisco Rovira Veleta, firmara una obra tan redonda como los balones de cuero, pero sí, al menos, que resultase profético al convertir en entrenador de ficción al serio y sereno Aldecoa, por entonces apenas un debutante en los banquillos de verdad.

Casado con una inglesa menuda, morena y de ojos azules, tuvo dos hijos, de los que el mayor destacó en la gimnasia, antes de convertirse en técnico de aviación de las Fuerzas Armadas Británicas.

Mucha menor trascendencia deportiva tuvo José Luis Bilbao, al que en Durango apodaron «Coventry» por proceder de ese club inglés. Durante la temporada 1947-48 la directiva de la Cultural duranguesa se empeñó en ficharlo, sin contar siquiera con su entrenador. El muchacho, que había estado viviendo en Inglaterra, conocía bien la 2ª división británica y acababa de ser rechazado por el Atlético de Bilbao. En los mentideros de la villa se habló entusiásticamente de su calidad, del negocio que podrían hacer traspasándolo luego a cualquier club de altos vuelos. ¿Qué si era bueno?. ¿Cómo no iba a serlo, procediendo del país donde inventaron el fútbol?. Llegó a asegurarse, sin un átomo de fundamento, que incluso podría haber fichado por el Real Madrid. Bulos gratuitos, como pudo averiguarse pronto. Cuando el entrenador durangués Luis Gutiérrez se vio forzado a incluirlo en las alineaciones, quedaron al descubierto sus deficiencias. Para mal de males, la reestructuración de categorías que aquel año llevó a cabo la Federación Española, hizo descender a la Cultural de 3ª División a categoría Regional, aunque en honor a la verdad hubo mucho de injusticia y tocomocho en esa pérdida de estatus. La Cultural se clasificó 2ª en su liguilla por la permanencia, donde también competían Alavés, Mirandés, Real Unión de Irún y Numancia soriano. La segunda plaza bastaba para mantenerse en 3ª. Pero la Federeación decidió no tener en cuanta la liguilla, primando, en cambio, a los clubes históricos o los representativos de capitales de provincia. Por supuesto protestó toda la prensa vizcaína y hasta se apuntaron leves descalificaciones, muy leves, eso sí, porque la censura tampoco hubiese permitido cargar tintas. Dio igual. Los durangueses se encontraron sin negociete por el frustrado traspaso y condenados al fútbol de Regional.

Sabino Barinaga con la camiseta del Real Madrid. Todo potencia y corazón sobre el césped, falleció a causa de una dolencia coronaria.

Sabino Barinaga con la camiseta del Real Madrid. Todo potencia y corazón sobre el césped, falleció a causa de una dolencia coronaria.

El también durangués Sabino Barinaga Alberdi (15-VIII-1922 – 19-V-1988), vendría a ser el reverso de la moneda puesto que saltó del Southampton al Real Madrid, tras no entenderse en cifras con el Atlético de Bilbao y hacerle más ilusión las 60.000 pesetas anuales de ficha «merengue». Cedido por los blancos al Valladolid y de nuevo en el Real Madrid, Real Sociedad y Betis, nunca sería visto como dechado de perfección técnica, sino como el  poderoso todoterreno que cabía esperar de quien se forjara en un fútbol de ida y vuelta, directo y tan poco dado a la floritura. Entrenador prestigioso tras colgar las botas, desplegó su sapiencia tanto en nuestro suelo como por el extranjero. Osasuna, Betis, Oviedo, Málaga, Atlético de Madrid, Valencia, Sevilla, Mallorca o Cádiz entre los nuestros, y América de México, Lagos nigeriano y las selecciones nacionales nigeriana y marroquí, le tuvieron al frente.

Menos niño y desde Francia, la posguerra también repatriaría al guardameta José Luis Molinuevo (Deusto 22-I-1917 – Gijón 25-XII-2002). Aún siendo muy joven al partir hacia el exilio, ni muchísimo menos podríamos considerarlo niño. En 1936 el Athletic acababa de ficharlo desde el modesto Cantabria Sport, con miras a foguearlo para el Campeonato que el estallido bélico abortaría. Cuando los nacionales entraron en Bilbao huyó a Francia, abriéndose camino entre los galos gracias al fútbol. Perpignan, primero, y Racing de París después, supieron de sus magníficas condiciones. En 1947, cuando las represalias a los huidos ya eran historia, optó por volver al Atlético de Bilbao, tras haberse proclamado campeón de Francia. Sumaba 30 años y habría de mantenerse en el seno rojiblanco durante 3 temporadas, jugando poco. La portería de San Mamés estaba muy bien cubierta entonces, como casi siempre, y pese a sus recursos se le hizo frío e inhóspito el banquillo. Más o menos como le ocurriese al valmasedano Rivero, otro magnífico guardameta de la época que sólo pudo doctorarse en Lérida. Allí, en Cataluña, acuñarían el eslogan «quien no ha visto a Rivero, no sabe lo que es un portero».

Víctimas de nuestra guerra, como los anteriores, fueron el bilbaíno José Arribas y el barcelonés Diego Cuenca. Ambos llegaron a Francia huyendo de bombardeos y las muy previsibles represalias, el primero apenas cruzado el rubicón de la adolescencia y el segundo cuando contaba 11 años. Cada uno a su modo cuajarían con el tiempo envidiables carreras balompédicas.

Nacido en 1921 dentro de una familia pequeño-burguesa, José Arribas hubiera cursado la carrera de Comercio de no interponerse en 1936 aquella dolorosa sangría de tres años. En 1937, con las tropas franquistas asediando Bilbao, el joven Arribas embarcó hacia el exilio en compañía de su madre, dos hermanas y un hermano, en tanto el progenitor y cabeza de familia, republicano convencido, permanecía en el frente. Si bien lograría abandonarlo meses más tarde, consciente de que su causa estaba perdida, y hasta pudo embarcar hacia Argentina, para él no hubo sueños ni nuevas oportunidades. La enfermedad adquirida entre trincheras acabó con sus días en alta mar.

Entre tanto, la huida de los Arribas tuvo tintes de epopeya. El buque, de bandera británica, no fue admitido en los puertos de Burdeos y La Rochelle, y sólo cuando el futuro de los pasajeros derivaba hacia la tragedia obtuvo permiso de atraque en Nantes. La primera comida en tierra de aquel puñado de desesperados tuvo lugar en el campo de Marte, junto al estadio de fútbol, lo que para José Arribas tuvo más de premonición que de pura casualidad, al decir de su familia.

El actual F. C. Nantes, entidad devaluada y en 2ª División, vivió sus mejores días con Arribas como responsable técnico.

El actual F. C. Nantes, entidad devaluada y en 2ª División, vivió sus mejores días con Arribas como responsable técnico.

Jugador del Le Mans entre 1948 y 1952, pasó por los banquillos del Saint Malo (1952-54) y Noyen-sur-Sarthe (1954-60), antes de fichar por el Nantes, donde se mantendría desde 1960 hasta 1976. Fueron 16 años de éxitos, en los que además de implantar un nuevo estilo llegaría a alcanzar ribetes de leyenda vida. Tras el ascenso a 1ª división en 1963 llegaron 3 títulos de liga (1965, 1966 y 1973), tres galardones como mejor técnico francés, un intensísimo y exitoso trabajo de cantera e incluso el honor de ser nombrado seleccionador nacional galo con carácter interino (1966). Por sus alineaciones pasaron, entre otros, el ex-seleccionador nacional francés Claude Arribas, Henry Michel, cerebro en el centro del campo galo durante varias campañas y más tarde seleccionador de diversos países africanos, los posteriormente técnicos del Nantes Jean Claude «Coco» Suaudeau y Ángel Marcos, sin olvidar a Raynald Denoueix, que como responsable de la Real Sociedad obrara el milagro de convertir en aspirantes al título a quienes meses antes habían eludido el descenso en las jornadas finales. Como el cuero siempre ha favorecido la forja de dinastías balompédicas, incluso tuvo por pupilo a su propio hijo mayor, Claude Arribas. Denoueix, siendo entrenador donostiarra, no tuvo ningún empacho en reconocer que el germen de sus conocimientos se lo debía a quien tuviera por maestro durante 10 temporadas, desde que a los 18 años la fortuna quiso cruzar sus caminos. Por esa época muchos entrenadores franceses no pasaban de sargentos chusqueros, demandantes de garra y sacrificio. El bilbaíno, bien al contrario, invitaba a su plantilla a disfrutar del buen juego.

El éxito de los «canarios» con José Arribas al mando estuvo basado en un estilo de doble matiz: concepción de club fundamentada en la explotación de su cantera mediante el aprovechamiento de antiguos futbolistas en la parcela técnica, y sobre el césped un juego veloz, de pase corto y mucho movimiento, empeñado en la ocupación del campo a lo ancho y la supeditación del individuo al colectivo. Una idea muy republicana, si se mira bien: el colectivo por encima de todo; nada de vedettes.

Puestos a elegir el momento más glorioso del bilbaíno en el campeonato galo,  habría que optar por la temporada 1972-73, en la que los amarillos asombraron a todo el país. Fue entonces cuando se acuñó el término «fútbol a la nantesa». Un fútbol avanzado a su tiempo, según recordaba con más de 30 años de distancia la página oficial del Nantes, para cuyo redactor, Arribas fue un precursor.

Pero aunque sus grandes éxitos permanezcan unidos a Nantes, la carrera de Arribas no concluyó en la capital bretona. Los aficionados de Olympique de Marsella (1976-77) y Lille (1977-83), fueron los últimos en aplaudirle. En 1982, a punto de concluir su carrera en los banquillos y con ocasión del Mundial celebrado en nuestro suelo, regresó a Bilbao, quién sabe si para recrear la infancia ya lejana en otra ciudad del todo irreconocible. Porque una vez cumplida su promesa de no cruzar la frontera mientras gobernase Franco, nuestra transición democrática y la gran fiesta del deporte que amaba debió sonarle a música de reconciliación.

José Arribas fue enterrado en Francia durante 1992, pero pese a ello todavía no puede decirse que haya muerto, pues su recuerdo permanece imborrable en Nantes. Setenta y cinco años después de su llegada tiene un busto dedicado y el centro de formación de La Joneleire, uno de los más prestigiosos de Francia, luce orgullosamente su nombre, al igual que el torneo de fútbol juvenil organizado cada año por el club nantés. Y es que la historia del Nantes no podría escribirse olvidando al viejo maestro republicano.

Diego Cuenca (Barcelona 4-XII-1927 – Montendre, Francia, enero 2012) es un absoluto desconocido entre nosotros, por más que se alzara con un campeonato francés. Hijo de republicanos, abandonó con sus padres la ciudad condal en febrero de 1939, cuando la victoria franquista no ofrecía dudas y comenzaban a llegar noticias del trato que los vencedores dispensaban a sus enemigos por las plazas recién tomadas. Su primer destino, como el de tantos otros expatriados, fue el campo de Rulle, próximo a Angoulême. Y con el agrio sabor de la derrota entre dientes, sintiendo no ser de ninguna parte, fue haciéndose hombre entre el eco de los discursos hitlerianos y la amenaza de una nueva bota totalitaria.

Su primer contacto «serio» con el fútbol tuvo lugar en 1942, durante la ocupación alemana. Formando en la Bastidienne, su primer club organizado, saboreó las mieles del triunfo en la Copa del Sudoeste de Francia. Era, al decir de las crónicas, un extremo enjuto, de apariencia frágil, aunque veloz, decidido y capaz de sacar admirables centros sobre el área. También poseía otra curiosa arma: el remate de cabeza. Un remate teóricamente improbable para alguien de su contextura y talla, en tiempos de empuje y choque repetitivo. Remate, en fin, más propio de la habilidad que del derroche físico.

Louis-Albert Oudart, mandatario del Sedan-Torcy, no fue ajeno a sus progresos y le extendió su primer contrato profesional en 1953. Francia, como el resto de Europa, empezaba a reconstruirse. En amplias áreas del territorio galo (Bretaña, alrededores de París o País Vasco-Francés, por ejemplo), el rugby superaba al balompié en protagonismo. Bien mirado, buena parte de los futbolistas franceses eran hijos de inmigrantes. Ahí están los casos de Just Fontaine, máximo artillero en una fase final de los Campeonatos del Mundo (con ancestros españoles) o Raymond Kopa, gran astro europeo de los 50 y primeros 60 (hijo de mineros polacos). O, ¿por qué no?, otros españoles de ese Campeonato por la misma época, varios de cuyos nombres poco o nada nos sugieren, y de ahí la tabla a pie de texto.

El Sedan-Torcy, militante entonces en 2ª División, se encomendó a sus goles buscando ascender a la primera categoría: 15 tantos en 37 partidos la temporada 1953-54 y 11 en 28 encuentros al año siguiente, les permitieron situarse en 1ª. Una vez instalados en la elite, el acierto rematador de Cuenca apenas si pareció experimentar merma: otros 11 goles en 27 partidos, la campaña 1955-56 y 4 en 14 choques el ejercicio 1956-57. Entre estas dos últimas campañas, tanto él como sus compañeros abrazaron la gloria, al imponerse al Troyes en la final de la Copa francesa por 3-1. Ese partido tuvo por marco el imponente estadio de Colombes y Cuenca, precisamente él, sería quien abriese el marcador con un soberbio cabezazo a la salida de un córner.

Diego Cuenca, agachado junto al portero, posa como campeón de la Copa de Francia.

Diego Cuenca, agachado junto al portero, posa como campeón de la Copa de Francia.

La hazaña tuvo repercusión desde la frontera belga a Niza y desde los cabos bretones hasta Biarritz. El campeonato de unos recién ascendidos no dejaba de tener su dimensión épica, que la prensa supo explotar. Un de nuestras secretarías técnicas tampoco permaneció ajena al fenómeno, pues consta que emisarios de la Real Sociedad sondearon al barcelonés sobre la posibilidad de contratarlo. Como para entonces Cuenca se sentía más arraigado a Francia que a una España pintada desde la otra vertiente pirinaica con brocha gruesa y gris, el acuerdo resultó imposible. También desatendería otra jugosa oferta del Nimes. Le había costado tanto contribuir al triunfo del Sedan que ansiaba disfrutar como mínimo otra temporada en el club de Las Ardenas.

La temporada 1957-58 volvió a 2ª División, con el Forbach, para marcar 10 goles en 33 partidos. Y si el siguiente ejercicio habría de iniciarlo con el mismo conjunto, cuando llevaba disputados 12 partidos en los cantó 3 dianas pasó al Perpignan, igualmente en 2ª División. Otros 3 goles en 16 partidos defendiendo a los meridionales sirvieron de broche a su andadura abiertamente profesional, por más que aún correría la banda con las camisetas del Lorient (entonces club menor) y Montendre, donde por fin colgó las botas.

En esta pequeña localidad de la Charente-Maritime acabaría arraigando el barcelonés «de Francia», con su esposa Carmen y sus hijos Lydia, Dalia y Henry. Sólo para matar el gusanillo, sin sueños de gloria o pretensiones más o menos quiméricas, continuó entrenando durante algunos años a varios equipos modestos, mientras por nuestros lares, sobre todo a medida que íbamos creciendo en lo económico y el recuerdo de la Guerra Civil se desleía, quedó confinado al desván de las inutilidades molestas.

Ni siquiera su defunción, cuando contaba 84 años, le otorgó unas líneas en nuestra prensa. Injusto olvido, aunque comprensible, puesto que el nuevo siglo pareció atraparnos en una profunda amnesia sobre muy distintas áreas.

Historias de tiempos muy duros, de esas que durante varios lustros no convino hablar, evitando así la resurrección de viejos demonios. Realidades, no obstante devenidas de un inmenso error, a las que deberá añadirse el recuerdo de esos otros «niños» a los que apenas si se permitió volver: los de la Unión Soviética. Rehenes políticos durante la Guerra Fría, peones del absurdo ajedrez en que habría de convertirse Europa.

En realidad, otro capítulo de la misma desgracia.

Futbolistas españoles con paso por la 1ª División francesa, en el periodo que pudiéramos considerar de posguerra.

JUGADOR TEMPORADAS
Antonio Abenoza 1947-52
Salvador Artigas 1944-53
Feliciano Aylagas 1944-45
Santiago Bravo 1953-54
Luis Cazorro 1947-53
Heliodoro Delgado 1944-53
Patricio Eguidazu 1952-53
Leandro Fernández 1954-55
Antonio García 1944-48
Lazare García 1947-48
Esteban Gómez 1944-52
Manuel Llantes 1948-49
José Mandalúniz 1944-45
Valentín Martín 1950-51
Paco Mateo 1947-50
Venancio Menéndez 1944-45
José Luis Molinuevo 1944-47
Ángel Mora 1944-48
Justo Nuevo 1944-53
Luis Osoro 1947-49
Manuel Pérez 1947-48
Athomagio Rodríguez 1944-49
Emilio Salubert 1955-68
Benito Tobía 1944-45
Santiago Urtizberea 1944-45
Joaquín Valle 1944-45
Luis Valle 1944-45
Antonio Vela 1944-45
Juan Vila 1944-48

Y aún podría añadirse el siguiente terceto de incorporados desde nuestro Campeonato de Liga, como refuerzos y respondiendo a criterios no políticos o circunstanciales, sino a la pura ley del mercado balompédico: José Caeiro (1956-57), Juan González Tacoronte (1953-54) y Julián Vaquero (1950-51).

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