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Todo pudo haber acabado antes de empezar en al menos dos ocasiones, y eso debería servirnos para ser conscientes de que la línea que separa el éxito no ya del fracaso, sino del simple olvido, de todo aquello que no pasará a la historia sencillamente por no haber llegado a tener la ocasión de hacerlo,

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Campeonato del Mundo sub’20 1999 (I): El camino hacia Nigeria

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Todo pudo haber acabado antes de empezar en al menos dos ocasiones, y eso debería servirnos para ser conscientes de que la línea que separa el éxito no ya del fracaso, sino del simple olvido, de todo aquello que no pasará a la historia sencillamente por no haber llegado a tener la ocasión de hacerlo, es más que fina y está caprichosamente trazada por el azar, o por los dioses, o por aquello en lo que cada uno crea. Porque también es casualidad, o cruel capricho divino, o vaya usted a saber qué, que precisamente quien evitó en esas dos ocasiones un ingrato adiós prematuro tuviera que decir prematuramente adiós a la cita que haría pasar a la posteridad a aquel grupo de chavales, quedando así su nombre completamente olvidado, como si nunca hubiera tenido nada que ver en esa histórica conquista.

Evidentemente hubo otros compañeros que también ayudaron a salvar aquellas delicadas situaciones (y a que todas las demás fueran por los cauces previstos) y que igualmente se quedaron sin su parte del botín, pero el caso de Gerard López Segú es especialmente doloroso: él rescató dos veces a España cuando todo estaba a punto de irse al traste y él era el llamado a liderar el equipo en el Campeonato del Mundo sub’20 de Nigeria 1999, hasta que un inoportuno encontronazo en Enschede, Países Bajos, apenas un día antes de viajar a Lagos le borró de la lista de embarque y de la gloria. Esa fractura de pómulo sufrida en un partido de la sub’21 debió de dolerle casi tanto como quedarse en tierra con la maleta hecha y las vacunas puestas, aunque tal vez lo más doloroso sea pensar que, de haber estado Gerard en Nigeria, todo hubiera sido distinto: quizás, quién sabe, con Gerard en el campo España no hubiese ganado aquel Mundial sub’20. O tal vez sí. Nunca lo sabremos.

Un Mundial que, por otro lado, tampoco tenía que haber sido en Nigeria, porque el Mundial de Nigeria debería haber sido en 1995, y entonces sí que nada sería lo mismo. Porque seguramente para empezar a hablar del Campeonato del Mundo sub’20 de Nigeria 1999 no esté de más recordar que, si todo hubiera ido según lo previsto, ese torneo jamás habría existido. Es decir, sí que habríamos visto un Mundial sub’20 en Nigeria y quizá hasta lo hubiese ganado España, pero no en 1999 sino en 1995; el de 1999 se habría disputado en cualquier otro país y a partir de ahí todo sería distinto. Por de pronto, seguramente no estaríamos escribiendo nada de esto, pero el azar, los dioses o el destino quisieron que el Campeonato del Mundo sub’20 de Nigeria 1995 fuera suspendido el 9 de febrero de aquel mismo año, sólo un mes y dos días antes de la fecha prevista para su comienzo. Y ahí empezó realmente esta historia.

A los típicos y esperados problemas con las infraestructuras se habían unido unos graves e inoportunos brotes de malaria y meningitis en las sedes de Enugu y Kaduna y eso, sumado a una inestabilidad política en el país que se había trasladado a la propia federación nigeriana de fútbol, terminó de convencer a la FIFA para posponer el que debía ser el primer Mundial de cualquier categoría organizado por el África negra. Si bien desde un primer momento se habló de cancelación definitiva, las presiones políticas hicieron que cuatro días más tarde se acordara dejarlo todo en un simple aplazamiento para dar tiempo a que la situación se normalizara. Sin embargo, el 16 de marzo de 1995 el entonces presidente de la FIFA Joao Havelange anunció finalmente la suspensión del torneo: aunque la emergencia sanitaria había pasado, persistían los problemas de seguridad y las principales aseguradoras internacionales se negaban a cubrir el evento.

Mientras las autoridades de Nigeria ponían el grito en el cielo por una decisión que tildaban de cobarde y racista, la FIFA se movió con inusitada rapidez y el día 20 de marzo hizo oficial tanto el cambio de sede como las fechas definitivas del Mundial juvenil de aquel año, que arrancaría por fin el 13 de abril en Qatar. Gracias a la buena disposición de las autoridades del pujante emirato y a las menores exigencias organizativas que requería un campeonato que entonces sólo disputaban dieciséis selecciones, apenas dos meses después de la cancelación inicial los Raúl, Iván de la Peña, Míchel Salgado, Joseba Etxeberría o Fernando Morientes viajaron al corazón del Golfo Pérsico para vivir su propia aventura, que acabaría con una meritoria (a la par que agridulce) cuarta posición final. Pero, como decía Michael Ende, esa es otra historia y será contada en otra ocasión.

Justo antes del inicio del siguiente Mundial sub’20, el de Malasia’97, la FIFA dio un voto de confianza a Nigeria (que, como protesta, no había enviado a su selección al Mundial de Qatar’95) y le encargó la organización del torneo de 1999. El país africano tenía ante sí una nueva oportunidad y también un nuevo reto: dar cobijo ya no a dieciséis, sino a veinticuatro combinados nacionales, para lo cual los dirigentes nigerianos lanzaron un órdago a la grande habilitando nada menos que ocho sedes, el doble de las previstas para 1995, en lugar de las seis exigidas por FIFA. Para ello se construyeron cuatro estadios nuevos y se remozaron otros tantos con la pasmosa celeridad que siempre suele provocar una generosa exención de impuestos para las empresas contratistas. El mensaje era evidente: Nigeria haría todo lo que fuera necesario con tal de ofrecer una buena imagen al mundo.

Los estadios, en cualquier caso, eran sólo una pieza más del complicado engranaje que implica la organización de un Mundial: los hoteles, los transportes y las telecomunicaciones, puntos críticos de cualquier evento deportivo de gran magnitud, también deberían reunir unas condiciones mínimamente aceptables de calidad para no interferir en la competición futbolística juvenil más importante del planeta. Llegado por fin el momento de la disputa del campeonato, Nigeria completaba su particular transición a la democracia (su Constitución actual quedó aprobada apenas un mes después de albergar el Mundial) y la FIFA aseguró orgullosa que las autoridades locales habían cumplido con todas sus exigencias. Quienes viajaron allí para jugar, para arbitrar o simplemente para contarlo no lo tienen tan claro: el estado de los alojamientos en varias sedes distaba mucho de lo ideal, los apagones eléctricos y cortes en la señal televisiva fueron demasiado frecuentes en algunos estadios y las condiciones higiénicas y de salubridad supusieron más de un quebradero de cabeza para muchas delegaciones. Pero después de todo lo vivido durante los cuatro años anteriores, en la FIFA prefirieron hacer la vista gorda con esos detalles: sólo la escasez de público motivada por los altos precios de las entradas mereció algún comentario negativo en el Informe Técnico oficial del campeonato.

Mientras el país africano se preparaba a conciencia para su gran momento, los demás comenzaron el largo camino clasificatorio para la cita nigeriana. Como en Malasia’97, en el Campeonato del Mundo sub’20 de 1999 habría veinticuatro selecciones: esta vez serían seis europeas, cinco africanas, cuatro asiáticas, cuatro sudamericanas, cuatro norte y centroamericanas y una oceánica. En el viejo continente las plazas se repartirían en la fase final del Campeonato de Europa sub’18 que se celebraría en Chipre en el verano de 1998, pero llegar allí no iba a resultar precisamente fácil, y no sólo por los rivales: el formato de competición no ofrecería a todos las mismas opciones.

Con los chipriotas clasificados de oficio para esa fase final, cuarenta y nueve selecciones iniciaron su andadura divididas en catorce grupos. Sólo el campeón de cada grupo pasaría a la fase intermedia, consistente en una eliminatoria directa a ida y vuelta cuyos siete ganadores obtendrían el billete a Chipre. Una simple división (49 entre 14) nos permite vislumbrar el primer problema, y es que los grupos no tenían el mismo número de componentes. Era, en todo caso, algo inevitable: las nuevas federaciones surgidas en los noventa por la escisión de la URSS y Yugoslavia se iban incorporando paulatinamente a UEFA y FIFA y cada año variaba el número de participantes en los campeonatos juveniles, dificultando la organización de sus fases previas.

En esta edición en concreto la UEFA sorteó siete grupos de cuatro selecciones y otros siete grupos de sólo tres equipos, la manera más racional de cuadrar los números. Pero si el sistema de competición de esa primera fase no ofrecía las mismas oportunidades de clasificación a todas las selecciones era, principalmente, por la falta de uniformidad en la forma de resolver esos grupos. Y es que eran las propias federaciones quienes, una vez sorteados los grupos, negociaban el formato: a las más modestas les interesaba una liguilla que se resolviera en una semana para ahorrar gastos, mientras que las más poderosas podían permitirse acordar una liguilla a doble vuelta que aumentara el margen de error. Y, obviamente, no es lo mismo jugarse una clasificación en dos o tres partidos que en seis.

En ese Europeo sub’18, seis de los siete grupos de cuatro selecciones se decidieron mediante liguillas a una vuelta en una misma sede (el formato que se usa en la actualidad), y lo mismo ocurrió con cinco de los grupos de tres selecciones, mientras que los tres grupos restantes se resolvieron mediante una liguilla clásica a doble vuelta. Es decir, que hubo selecciones que tuvieron que fajarse durante seis partidos a lo largo de tres meses para conseguir lo que otras obtuvieron en apenas ciento ochenta minutos de juego; visto de otro modo, hubo quien tuvo cinco partidos para recuperarse de una mala tarde que para otra selección fue directamente fatal.

España, encuadrada en el Grupo X de clasificación junto a Italia y Bélgica, pudo gozar de esa aparente ventaja que suponía el doble enfrentamiento contra cada uno de sus rivales, aunque lo cierto es que demostró sobradamente no necesitarla. Abrimos el imprescindible «Todo sobre todas las selecciones» (2007; Ed. Librerías Deportivas Esteban Sanz) del maestro Félix Martialay y nos encontramos con que aquel peculiar campeonato arrancó para España el 2 de octubre de 1997, en Plasencia (Cáceres), con una victoria por 2-0 ante Bélgica gracias a los goles de Álex Lombardero y David Sousa. Luego, el 29 de octubre, llegaría el triunfo por 3-1 frente a Italia en Ourense, con dos goles de Pablo Couñago y otro de Álex Lombardero (y un tal Andrea Pirlo por parte transalpina), antes de devolver en noviembre las visitas a belgas e italianos.

Desplazamientos que se saldaron con otras dos victorias y, curiosamente, por los mismos tanteadores: 0-2 en Eupen, Bélgica, el  5 de noviembre (con tantos de Barkero y nuevametne Álex Lombardero), y 1-3 en Andria, Italia, el 20 de ese mismo mes (gracias a dos goles de Pablo y uno de Barkero, anotando otra vez Pirlo el tanto italiano). De esa manera tan autoritaria el equipo dirigido por Iñaki Sáez lograba su acceso a la eliminatoria a doble partido que decidiría los clasificados para la fase final de Chipre. Una vez allí sólo habría que evitar ser últimos de grupo para ganarse el derecho a participar en el Mundial sub’20.

Aunque quedaba mucho camino por recorrer había que ir preparándose para todo, así que la Federación Española aceptó gustosa la invitación de la asociación uruguaya para participar en el «Memorial Álvaro Fabián Perea Berrospe», torneo amistoso de homenaje a un prometedor lateral de Peñarol y subcampeón mundial sub’20 en Malasia’97 que había fallecido trágicamente en un accidente de tráfico sólo tres meses después de rozar la gloria en la cita malaya (el propio Perea había macado el gol de oro que clasificó a Uruguay para la final). Así que entre el 1 y el 13 de febrero de 1998, al otro lado del charco y previo paso por Francia, donde derrotó 1-2 a la sub’18 gala en otro amistoso, España se las vio con cuatro selecciones sudamericanas: Argentina, Brasil, Chile y la anfitriona Uruguay.

El torneo, catalogado como sub’20, fue en realidad un test de primer nivel para los sub’19 de las cinco naciones, ya que todas acudieron con las generaciones que deberían luchar por su plaza en el Mundial de 1999 (al final sólo Chile se quedaría sin viajar a Nigeria). En el caso español, y a pesar de la ausencia de algunos de los jugadores que se podían considerar fijos a tenor de lo visto hasta ese momento, aquel torneo en «territorio enemigo» debía servirle a Sáez para evaluar el desempeño de los suyos ante rivales de gran entidad y para que los propios jugadores tuvieran la experiencia de enfrentarse a unas selecciones contra las que no suele haber muchas oportunidades de medirse fuera de los campeonatos oficiales. El llamado «Mundialito sub’20» de 1998 fue, en definitiva, una oportunidad inmejorable para calibrar la madurez y fortaleza de un grupo llamado a hacer historia, aunque por entonces muy pocos se habrían aventurado a pronosticar su éxito.

Y lo cierto es que en Uruguay no hubo grandes alegrías: se perdieron los dos primeros partidos contra Brasil, liderada por un imparable Ronaldinho (3-0), y Argentina (2-1), para luego superar con apuros a Chile (3-2) y terminar con una tranquila e intrascendente victoria frente a Uruguay (2-0). La albiceleste de Gabi Milito, Luciano Galletti y Aldo Duscher se llevaba el trofeo con pleno de victorias, el centrocampista cántabro Gonzalo Colsa se traía un sorprendente premio como máximo goleador y España se volvía a casa con la constatación de su inferioridad respecto a las grandes favoritas y con mucho trabajo todavía por hacer: lo primero y más inmediato, superar a Israel para poder seguir soñando con Nigeria. Y a fe que no resultó tarea sencilla.

Tras la heterogénea primera fase de clasificación, las catorce selecciones supervivientes se lo jugaban todo en la eliminatoria de acceso al Campeonato de Europa sub’18 de Chipre. Decir que se trataba de un duelo a vida o muerte tal vez suene demasiado a tópico, pero pocas veces en el fútbol la realidad es tan cruda como en esa ronda juvenil: vencer era seguir en la lucha por el sueño mundialista; perder, para la mayoría de jugadores, supondría cerrar dolorosa y prematuramente su carrera internacional. El 21 de abril de 1998 Aranjuez acogía el partido de vuelta en el que España recibía a Israel, que para llegar a esa eliminatoria sólo había tenido que ganar un partido a Países Bajos y otro a San Marino en un triangular disputado en casa. Todo parecía haber quedado decidido en el partido de ida, jugado en Ashkelon y saldado con una victoria española por 0-2 con doblete de Gerard, pero en esos noventa minutos en el estadio «El Deleite» de la localidad madrileña España pasó por todo un espectro de emociones entre las que, paradójicamente, apenas hubo hueco para la que daba nombre al escenario del partido.

Tal vez confiados por la ventaja de la ida, los de Sáez se complicaron innecesariamente la vida y, en un pésimo partido, estuvieron a punto de quedarse en la cuneta. Israel llegó al descanso con ventaja de 0-1 gracias a un gol de Liron Vilner; al comienzo de la segunda parte Gerard López empataba el marcador y parecía devolver las cosas a su cauce normal, pero el tanto de Yossi Benayoun cuando todavía quedaba media hora por jugar dejaba a España al borde del abismo. Un tercer gol hebreo hubiera supuesto la eliminación de un equipo hispano convertido en un auténtico manojo de nervios, pero los visitantes no fueron capaces de volver a batir la meta del osasunista Juantxo Elía y público y jugadores pudieron, por fin, celebrar una muy sufrida clasificación para la fase final del Europeo.

Más allá del susto y de la confirmación de que Gerard era la auténtica figura del equipo (no en vano era el único que había acudido al Mundial sub’20 de Malasia’97), el partido de Aranjuez dejó claro que a aquella generación le faltaban aún mimbres defensivos y algo más de regularidad y consistencia en todas las líneas para poder pensar en cotas mayores. Acudir al Mundial sub’20 de Nigeria estaba mucho más cerca, sí, pero en ese mes de abril de 1998 las ilusiones por conquistarlo (si es que existían, porque en el seno del equipo el único objetivo era clasificarse) parecían carecer de fundamento alguno. Caprichos del destino, o de los dioses, o de lo que ustedes quieran, el 21 de abril de 1999, exactamente un año más tarde de esa agridulce derrota ante Israel, España derrotaba a Mali y se plantaba en la final del Campeonato del Mundo sub’20. Pero todo a su tiempo. Nigeria aún quedaba muy lejos, y para viajar allí todavía habría que superar una última e inesperada prueba de fuego.

No es Chipre escenario habitual de grandes batallas en el mundillo futbolístico, pero en aquel extraño verano de 1998 la cálida isla mediterránea se cruzó dos veces en el camino de la selección española para marcar decisivamente su futuro. El 5 de septiembre la selección absoluta reafirmó la pobre imagen que había dejado en el Mundial de Francia y cayó sonrojantemente derrotada por 3-2 ante la selección chipriota en el que fue, no sin cierto suspense por los días que tardó en confirmarse su cantado adiós, el último partido de Javier Clemente al frente del combinado nacional. Pocos habrán olvidado ese resultado; sin embargo, no es tan común encontrar a alguien que sepa que, a finales de julio de aquel mismo año y casualmente en el mismo escenario, el estadio Antonis Papadopoulos de Larnaca, la selección española sub’18 que acabaría ganando el Mundial sub’20 estuvo a un minuto de perpetrar un gatillazo que hubiera supuesto un abrupto y más que discreto punto final a su historia.

La fase final del Europeo sub’18 de 1998 arrancó el 19 de julio. Las selecciones juveniles de España, Croacia, Alemania, Inglaterra, Portugal, Irlanda y Lituania llegaban a Chipre para unirse al anfitrión en la lucha por el título continental; lucha que, en último término, estaba reservada sólo a los campeones de los dos grupos en que se dividieron los ocho participantes. El objetivo mínimo que todos compartían era quedar entre los tres primeros de cada grupo y obtener así billete para el Mundial sub’20 de Nigeria 1999; España, por su parte, quería repetir el éxito de 1995 (único entorchado sub’18 que lucía por entonces en las vitrinas de la RFEF) y el más cercano de la sub’21, que en mayo de ese mismo 1998 había ganado en Rumanía el campeonato de su categoría, también con Iñaki Sáez en el banquillo. El sorteo emparejó a España con Portugal, Alemania y Lituania en la sede de Larnaca, y el debut se produjo ante una Portugal que contaba con Simao Sabrosa y Hugo Leal como hombres más destacados. En el duelo ibérico fue nuevamente Gerard, quién si no, el que inauguró el marcador en la segunda parte, y tras el empate luso conseguido por Carreira sería Pablo Couñago quien anotara el 2-1 definitivo.

Con los primeros tres puntos en el bolsillo, la contundente derrota de Lituania por 1-7 ante Alemania parecía asegurar a España una plaza para el Mundial y convertía el duelo ante los germanos en el decisivo para meterse en la gran final del Europeo. Pero en esa segunda jornada la pegada de Alemania se impuso desde el inicio y el 3-0 que campeaba en el marcador a los veinte minutos (dos goles de Enrico Kern y uno de Sebastian Deisler) resultó una losa imposible de levantar. Ni siquiera cuando José Javier Barkero logró batir a Timo Hildebrand llegó la reacción hispana: un nuevo gol de Deisler antes de que se cumpliera la primera media hora de juego finiquitaba el duelo (el 4-1 ya no se movería) y dejaba a España fuera de la lucha por el título: los de Sáez sólo podrían sumar seis puntos, los mismos que ya tenía Alemania, y aun en el caso de un hipotético triple empate con Portugal que obligara a acudir a la diferencia de goles para deshacer la igualada, la goleada encajada ante los germanos arruinaba cualquier opción española.

Se trataba, sin duda, de una decepción, pero España todavía podía volver de Chipre con un meritorio lugar en el podio. El triunfo ante Lituania en el último encuentro se daba por hecho antes de empezar y el equipo español saltó al campo pensando que, al menos, una victoria alemana en el otro enfrentamiento del grupo le permitiría disputar el tercer y cuarto puesto. Pero si algo nos ha enseñado el fútbol a lo largo de su historia es que le gusta castigar este tipo de elucubraciones y cálculos anticipados. Aquel 23 de julio no sólo Portugal dominó cómodamente su partido ante Alemania (los lusos  ganaron 2-0, anotando ambos goles antes del descanso) sino que durante muchos minutos España se vio, contra todo pronóstico, fuera incluso del Mundial sub’20.

Ya fuese otra vez por el exceso de confianza, o por el calor del tórrido estío chipriota, o por el buen hacer de los lituanos, el caso fue que en la primera parte los de Sáez no pudieron abrir el marcador y en la segunda se toparon con un gol en contra, obra de Vidas Alunderis nada más volver del vestuario, que puso todo patas arriba. Con los marcadores momentáneos de aquella tarde España y Lituania sumarían tres puntos por los seis de alemanes y portugueses: como el primer criterio de desempate era el resultado particular, Lituania obtendría el tercer puesto del grupo y por tanto el último pasaje a Nigeria. Con más de media hora por delante para arreglar el desaguisado España se volcó en ataque, creó ocasiones y llegó a estrellar hasta cuatro balones en los palos, pero se veía incapaz de superar a un incómodo rival que incluso se quedó con diez jugadores en los últimos minutos.

Entonces, cuando todo parecía perdido, apareció el líder de esa generación, el mismo que ya había sacado las castañas del fuego ante Israel, para poner las cosas en su sitio: Gerard López marcaba el gol de la igualada en el minuto 89 y con él clasificaba virtualmente a España para el Mundial sub’20 de 1999. El postrero tanto de Jofre Mateu en el descuento sólo sirvió para evitar el borrón que en cualquier caso hubiera supuesto el empate contra los bálticos y para, de rebote, dejar a Portugal fuera de la final del torneo: los resultados definitivos de la jornada generaban un triple empate a seis puntos en la cabeza del grupo y Alemania conseguía la primera posición gracias a su mejor golaveraje general.

Los germanos, en cualquier caso, tampoco lo pudieron celebrar demasiado: un par de días después, la República de Irlanda comandada por Robbie Keane y Richard Dunne les superaba en los penaltis para lograr un histórico doblete para el fútbol de Eire y también para su seleccionador Brian Kerr, pues la selección sub’16 había ganado unos meses antes el Europeo de su categoría a las órdenes del propio Kerr. Un enorme éxito que sumar al tercer puesto en el Mundial sub’20 de Malasia’97 (torneo en el que Irlanda eliminó a España en cuartos de final) y que hacía presagiar a su absoluta un brillante futuro que, sin embargo, no acabó de traducirse luego en grandes resultados.

Junto a las dos finalistas, las selecciones de Croacia, Portugal, Inglaterra y España obtuvieron también pasaje para Nigeria. Por delante quedaban ocho meses para crecer y para buscar soluciones a las evidentes debilidades del equipo, que para Iñaki Sáez se concentraban preocupantemente en la parcela defensiva. No en vano, hasta diez de los dieciocho convocados para aquel Campeonato de Europa sub’18 terminarían acudiendo a Nigeria (Jusué, Orbaiz, Varela, Xavi, Gonzalo Colsa, Gabri, Barkero, Rubén Suárez, Alex Lombardero y Pablo Couñago, a los que podríamos añadir a Gerard López, convocado para el Mundial y que no pudo viajar por su lesión de ultimísima hora), pero de todos ellos únicamente Jusué era defensa nato y sólo él y Orbaiz (además de Varela, que ocasionalmente ocupaba el lateral derecho) jugaban habitualmente en la selección como zagueros. Una auténtica revolución que, afortunadamente, dio sus frutos.

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