RESUMEN:

Primera entrega del reportaje sobre las otras víctimas que dejó la Guerra Civil entre los futbolistas de nuestro país. Represaliados, tullidos, atormentados, incapacitados de una u otra manera para proseguir su carrera en los terrenos de juego.

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ABSTRACT:

Keywords: Spanish Civil War, Football, History, Players, Victims of Reprisals

First release of the report about the other ‘casualties’ that the Civil War left among the soccer players of our country. Victims of reprisals, crippled, tormented, handicapped in one way or another to continue their career on the playing fields.

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Las otras víctimas de la Guerra Civil (1)

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La Guerra Civil española dejó otras víctimas de muy diversa índole entre las gentes del fútbol, hoy en su mayor parte olvidadas. Y no, no es cuestión de incluir a tantas carreras deportivas frenadas en seco por tres años de mala alimentación, miedo, incertidumbre, o incluso la desaparición de no pocos clubes donde podrían haber hecho méritos, pese a que, en puridad, la propia guerra y sus consecuencias les impidieron llegar hasta donde debían. Nos referimos a víctimas mucho más directas. A heridos, represaliados, estigmatizados por el conflicto, desarraigados, e incluso carcomidos por un dolor que iba a impedirles vivir, no ya en plenitud, sino sintiéndose realmente vivos.

Para no pocos historiadores, aquella barbaridad mayúscula tuvo su prólogo, a manera de ensayo general, en la sublevación de octubre de 1934. Catorce días de huelga, encontronazos sangrientos entre trabajadores y fuerza pública, asaltos a minas, fincas, industrias e ingenios agrícolas, cuya meta, en palabras del líder socialista Francisco Largo caballero, se concretaba en “la anulación de los privilegios capitalistas, y antes que ninguno el derecho a explotar a los trabajadores, por más que ello implique asaltar el poder político”. En Extremadura, Andalucía, Madrid, Aragón y el latifundismo manchego, la fuerte represión gubernamental agotó pronto a los huelguistas. En Valencia, por el contrario, obreros portuarios protagonizarían serios enfrentamientos con las fuerzas del orden, mientras en la vecina Alcudia de Carlet se proclamaba el comunismo libertario. Torrelavega y Reinosa, eje industrial cántabro, sólo volvieron a la normalidad luego de que el ejército aplastase a los trabajadores reinosinos, cuando ya el conato de rebelión se apagaba de Norte a Sur. En la cuenca minera castellano-leonesa bien poco pudo hacer la guardia civil, especialmente en Barruelo de Santullán, donde llegaron a ocupar su cuartel y fue preciso desalojarlo mediante el empleo de artillería. El País Vasco, Cataluña y Asturias, en orden inverso, endurecieron hasta el extremo lo que pudo haber acabado con una completa vuelta a la tortilla económica y política. Los socialistas vascos, empeñados en poner del revés la minería e industria de la margen izquierda del Nervión, así como convertir en bastión las plazas de Eibar, Elgoibar y Ermua, no se arredraron cuando el Partido Nacionalista y su brazo sindical, Solidaridad de Obreros Vascos -la “Soli”-, ante la imposibilidad de conjugar su adscripción católica con el radicalismo furibundo de Largo Caballero, les volvían la espalda. Para que ambas facciones rompieran definitivamente amarras pesó muchísimo el asesinato en Mondragón de Marcelino Oreja Elósegui, tradicionalista con pedigrí, además de diputado por Vizcaya.

El comunismo prendió pronto entre los obreros de la cuenca asturiana, en tanto el anarquismo se apoderaba ideológicamente del proletariado catalán. El acercamiento de la CNT a los sindicatos mineros sentó las bases de una fuerte resistencia astur, durante la Revolución de Octubre.

El comunismo prendió pronto entre los obreros de la cuenca asturiana, en tanto el anarquismo se apoderaba ideológicamente del proletariado catalán. El acercamiento de la CNT a los sindicatos mineros sentó las bases de una fuerte resistencia astur, durante la Revolución de Octubre.

Más conocida resulta la actuación de la Generalidad catalana, presidida por Lluis Companys, de Esquerra Republicana, que durante la madrugada del día 7 se decidió a proclamar el “Estado Catalán dentro de una República Federal Catalana”, lo que si no era un golpe a la República desde dentro de la misma, se le parecía mucho. La promulgación al día siguiente del estado de guerra, y una contundente intervención del ejército, bajo el mando del general Domingo Batet, concluirían aguando el sueño de esa “República Federal, libre y magnífica”, mediante la detención del Companys, la cobarde huida a Francia de Josep Dencás Puigdellors, ferviente independentista, y la suspensión de esa autonomía, sustituida por un Consell de la Generalitat donde no faltaban representantes del Partido Republicano Radical y la Liga Regionalista.

Pero si hubo un territorio resistente, sangriento, e imbuido del más acusado espíritu revolucionario, ese fue Asturias, probablemente porque allí el sindicato CNT se mostraba más permeable a establecer alianzas con otras fuerzas obreras relativamente afines. Y puesto que mineros y obreros metalúrgicos poseían armas y dinamita, apenas se hubo atacado distintos puestos de la Guardia Civil, ayuntamientos e iglesias, proclamaron en Oviedo la “República Socialista Asturiana”. Tres días bastaron para que toda la provincia cayese en poder de los mineros, incluidas las fábricas de armamento de La Vega y Trubia. Con un “Ejército Rojo Asturiano” compuesto por cerca de 30.000 hombres, en medio de actos de pillaje reprochables a ambas partes, el general Eduardo López Ochoa, al frente de tropas gubernamentales, y el coronel Juan Yagüe con sus legionarios, ambos apoyados por la aviación, ahogaron la revuelta. La ciudad de Oviedo quedó medio asolada. Su Universidad, con un valiosísimo fondo bibliográfico, el teatro Campoamor y varios edificios civiles, fueron presa del fuego. La Cámara Santa de la Catedral sería dinamitada, desapareciendo varias reliquias irremplazables. Y lo que es peor, muchos hombres perdieron la vida entre tan dramática confusión.

Isidro Lángara y Quico Florenza, futbolistas del Oviedo, hubieron de empuñar fusiles y vestir de caqui. Galé, caído durante la Guerra Civil, se aprestó a defender el ayuntamiento de Avilés. Varios futbolistas más, según narrase Julián García Candau, disputaron algún partidillo en plena calle, tras acarrear cascotes y barrer el asfalto con escobas de brezo. El “colchonero” Pololo, en cambio, no lograría sobrevivir a la revolución.

Miguel Durán Terry (5-III-1901) se había convertido en “Pololo” apenas comenzó a golpear el balón. Asturiano de Lugones, aterrizó en el Athletic de Madrid en 1918, cuando sus estudios le llevaron hasta la villa y corte. Internacional absoluto en dos ocasiones, a punto estuvo de disfrutar como futbolista activo del Campeonato Nacional de Liga, puesto que se mantuvo en las alineaciones hasta 1927, o lo que es igual, a falta de dos ejercicios para estrenar el torneo de todos contra todos. Era Ingeniero de Minas en “La Industrial Asturiana”, de Moreda, y la suerte le dio su espalda durante el fatídico octubre del 34, sin que los pormenores resulten claros a día de hoy, pues existen hasta cuatro versiones acerca del óbito.

La primera nos lo sitúa en un coche, acompañado por su padre político, su esposa e hijos, cuando varios milicianos de UGT lo hicieron parar en un control de carretera. Reconocido por uno de ellos como el ingeniero de su empresa, otro, más bragado, le puso la pistola en la cabeza y apretó el gatillo sin titubeos. La segunda, heroica y revestida en tintes literarios, fija su muerte en plena defensa de la fábrica de armas donde se habría refugiado. La tercera, mayoritariamente sacralizada por la tradición oral, nos lo dibuja tratando de salir de la mina, a todo gas, en un camión con plataforma. Los obreros habrían logrado cerrarle el paso con otro camión y, sin permitirle salir de la cabina, lo tirotearon. En cualquier caso, y aunque ninguna de estas opciones permita conocer la fecha exacta de su asesinato, coinciden básicamente en que el exfutbolista “Pololo” murió por el simple hecho haberse convertido en el ingeniero Durán.

Más visos de verosimilitud ofrece, por la cantidad de datos aportados, el testimonio de Javier Barroso, quien fuera compañero suyo en el At Madrid. Habría permanecido en su domicilio de Lugones toda la semana comprendida entre los días 6 y 12 de octubre. Sólo cuando circuló el rumor de que tropas gubernamentales iban a avanzar sobre el pueblo, y temiendo que su residencia pudiera convertirse en primera línea de combate, decidió ir a Oviedo. Hasta entonces los revolucionarios le habrían respetado, no sólo por su popularidad como futbolista, sino a causa de la campechanía que siempre exhibió. Sobrecargando el coche con su progenitor, esposa e hijos, así como con una cuñada y los hijos de ésta, se hicieron a la carretera. Habrían recorrido la mitad del trecho cuando los pararon, recibiendo un disparo en la boca. Pese a la abundante hemorragia logró proseguir el viaje hasta alcanzar, quince minutos más tarde, un cuartel de la Guardia Civil. El antiguo jugador cayó muerto apenas hubieron recibido refugio y su padre, herido igualmente, pereció el 30 de octubre, al no recuperarse del balazo.

Para enmarañar más el suceso, una variante de lo narrado por Barroso, puesta en boca de Urzaiz, asegura que el 21 de octubre de 1934 hizo subir a su esposa y cuatro hijos pequeños a la plataforma de un camión, pretendiendo alcanzar el cuartel situado a escasos 5 kilómetros. Lanzado a toda velocidad, recibió una granizada de balas desde ambos lados del asfalto. Aunque una le habría atravesado el rostro con orificio de entrada y salida, continuó en su desesperada huida hasta alcanzar la puerta de aquel modesto refugio. Sólo cuando trataron de hacerlo descender se hizo evidente que estaba muerto, aferrado al volante.

La fatídica realidad posiblemente corresponda a una mezcla de estos dos últimos relatos.

El medio valenciano Enrique Molina Soler (4-V-1904) tampoco pareció durante la Guerra Civil, por más que la suya cabría considerarla una muerte diferida, con origen y cénit en tamaña barbaridad.

Enrique Molina, futbolista de fuerza, a quien la Guerra Civil aplastó anímica y moralmente.

Enrique Molina, futbolista de fuerza, a quien la Guerra Civil aplastó anímica y moralmente.

Nacido en el seno de una acomodada y muy religiosa familia de huertanos, en la Ruzafa, Disputó con la Unión Levantina las temporadas 1920-21 y 21-22, para incorporarse al Gimnástico de Valencia las campañas correspondientes a 1922-23 y 23-24. Durante el verano de 1924 llegó al Valencia, retirándose en 1933, sin cumplir aún la treintena. Había debutado en nuestra máxima categoría cuando los “chés” lograron el ascenso, en 1931-32, y apenas pudo vérsele sobre el césped en el siguiente ejercicio, lastrado por una lesión de rodilla y el tremendo impacto que le causara el fallecimiento de su esposa, un año después de contraer nupcias. Atleta pletórico, de los que entonces escaseaban, tan entusiasta en el juego atacante como eficaz robando balones, solía ser aplaudido a rabiar por públicos ajenos, más degustadores del fútbol directo y racial. Hasta no hace mucho aún había en Vitoria quien recordaba, fuere como testigo presencial o por haberlo escuchado muchas veces, que una tarde todo el graderío de Mendizorroza, puesto en pie, lo despidió con aplausos interminables. Enérgico cuando la ocasión lo requería y con un punto visceral, otra vez, en Zaragoza, atacado desde la banda a paraguazos, arrebató el suyo a un espectador y replicó del mismo modo. Pero no era un habitual buscapleitos, conforme puso de manifiesto al introducir su propio coche en el campo y rescatar del tumulto a un árbitro en apuros. Internacional “B” contra Portugal, cuando mermaron sus condiciones físicas no puso obstáculos ante el ofrecimiento de una rebaja salarial tanteada desde su directiva. Los ahorros del fútbol, poco después, le alcanzaron para poner en marcha una pequeña actividad industrial.

Era falangista antes de 1936, y si el destino supo ser cruel arrebatándole prematuramente a su pareja, la Guerra Civil aún emponzoñó más la antigua herida. Tres de sus hermanos, sacerdotes, fueron fusilados por milicianos presuntamente comunistas. Aquello le amargó por completo. Durante los últimos meses de combate, y sobre todo tras concluir el conflicto, parece formó parte de un grupo parapolicial obsesionado por perseguir “rojos”. Algunas voces incluso lo acusaron de bastante más; de haber lavado la sangre de sus hermanos con más sangre en retaguardia. Pese a todo, o no pudieron probarse las acusaciones que sobre él se formularon, o a los vencedores les pareció más conveniente lanzar balones fuera. Para entonces era una sombra de sí mismo, marcado por el odio hacia cuanto oliese a socialismo bolchevique. Alguien dispuesto a combatir sin descanso a quienes tanta hiel vertieron sobre su familia. El combatiente idóneo, en suma, para la campaña de Hitler contra Stalin y su régimen.

En junio de 1941, luego de distintas maniobras de aproximación y distanciamiento entre Francisco Franco y el Tercer Reich, durante las que se llegó a discutir la incorporación de España al Eje, a cambio de la toma de Gibraltar con ayuda de la Luftwaffe, y la entrega de territorios norteafricanos arrebatados a Francia, el gobierno franquista, no queriendo perder su cacareada neutralidad, acordó enviar un cuerpo de voluntarios para que combatiese al comunismo junto al ejército germano: la División Azul. Dicho cuerpo, compuesto por 47.000 hombres al mando del general Agustín Muñoz Grandes, y 146 mujeres de la Sección Femenina como enfermeras, a las órdenes directas de Mercedes Milá Nolla, partió entre vítores y euforia triunfalista. Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores y cuñado de Franco, hombre fuerte en Falange y con simpatías no ocultas hacia cuanto Adolf Hitler representaba, pronunció desde un balcón de la Calle Alcalá, a manera de pistoletazo de salida, una arenga que iba a pasar a la historia con el título de “¡Rusia es culpable!” (24-VI-1941), incluyendo andanadas de muy grueso calibre: “El exterminio de Rusia es exigencia de la Historia y del porvenir de Europa”.

Entre aquellos voluntarios había un poco de todo; no sólo jóvenes falangistas empeñados en protagonizar la letra de sus propios himnos, cubriendo de azul español su pecho y ondeando al viento banderas con yugo y flechas, sobre un fondo de montañas nevadas. Se alistaron, también, menores de edad, pese a que lo tuvieran expresamente prohibido, tan empachados de discursos patrióticos como convencidos de una victoria rápida junto al ejército que hasta entonces había aplastado cuanto pisara. Y gente con padres o hermanos en las cárceles, ansiando borrar toda sombra de desafección, sabedores de que su valor ante el “demonio comunista” equivaldría si no a la puesta en libertad de los familiares, a una mayor laxitud en el régimen penitenciario, o hasta, puestos en lo mejor, a la revisión de sus causas. Por supuesto tampoco faltaron aventureros sin nada que perder, después de que nuestra sangría se lo hubiese arrebatado casi todo. Luis García Berlanga, gloria del cine, estuvo entre quienes se enrolaron en el proyecto, conforme muchas veces dijo, para obtener la conmutación de la pena capital con que condenasen a su padre, político republicano. Luis Cijes, otro hombre de la pantalla, además de cauterizar el republicanismo paterno necesitaba remitir dinero a su madre, que había quedado en situación muy precaria. Enrique Molina, en cambio, necesitaba volcar en un enemigo concreto aquel odio intenso que le ahogaba. Y lo hizo inscribiéndose como soldado raso, no en el banderín de enganche valenciano, puesto que allí ya se había superado el cupo, sino acudiendo al de Barcelona.

La despedida de la División Azul resultó apoteósica. Varios cientos de voluntarios se reengancharon tras la primera repatriación, entre ellos Enrique Molina. Otros, cuando el cuerpo fue disuelto, se enrolaron en un ejército alemán que empezaba a deglutir el agror de la derrota.

La despedida de la División Azul resultó apoteósica. Varios cientos de voluntarios se reengancharon tras la primera repatriación, entre ellos Enrique Molina. Otros, cuando el cuerpo fue disuelto, se enrolaron en un ejército alemán que empezaba a deglutir el agror de la derrota.

A los componentes de la División Azul les costó ser tomados en cuenta por los militares germanos de alto rango. Les parecían indisciplinados, bebedores hasta el exceso, gritones, pendencieros, incluso, y muy dados a confraternizar con el enemigo, sobre todo si éste era femenino. Demasiado desorden para sus mentes prusianas. Pero no dejaban de reconocer que en combate se transformaban. Resistían el hambre y el frío como pocos, además de lucir un valor suicida que hacía de ellos piezas imprescindibles para perforar cualquier línea. Agustín Muñoz Grandes, el general que los mandaba, llegó a ser condecorado personalmente por Hitler y, según distintos testimonios, el “führer” lo hubiese preferido al timón de España antes que a Franco, por quien nunca manifestó la menor simpatía.

Cuando en 1942 repatriaron a la primera expedición, Molina decidió reengancharse. Un año después, cesado Serrano Suñer y con Francisco Gómez-Jordana heredando la cartera de Asuntos Exteriores, la División Azul se había convertido en un problema. La maquinaria bélica alemana ya no se mostraba imbatible. Los aliados, por el contrario, parecían determinados a inclinar definitivamente la balanza en su favor. ¿Qué trato podían dispensar a España, o más bien al régimen, habiendo trampeado la tan cacareada neutralidad con un apoyo al eje ni remotamente clandestino? Así las cosas, el 12 de octubre de 1943 los divisionarios volvían a casa. Aunque no todos, porque en torno a 2.000 rechazarían el retorno, integrándose desde entonces en el ejército hitleriano.

Más de 15.000 bajas entre muertos heridos y mutilados: terrible balance de la División Azul. Solo dos futbolistas de relieve se enrolaron ella y si Ramón Herrera "El Sabio" pudo contarlo, Enrique Molina nunca volvería a ver el ardiente sol de Valencia.

Más de 15.000 bajas entre muertos heridos y mutilados: terrible balance de la División Azul. Solo dos futbolistas de relieve se enrolaron ella y si Ramón Herrera «El Sabio» pudo contarlo, Enrique Molina nunca volvería a ver el ardiente sol de Valencia.

Molina, el hombre aplaudido en los estadios norteños, tal vez hubiera estado entre quienes no deseaban volver. Imposible saberlo, ya que tres meses antes, el 15 de julio de 1943, cuando transportaba en una moto con sidecar a su comandante y a un capitán, fue alcanzado por un obús y la metralla le destrozó el cráneo. Yacía ya en el cementerio de Mestelevo.

Las bajas divisionarias no resultaron pequeñas: 4.954 muertos en combate. Heridos, 8.700. Mutilados, 2.137. Prisioneros de los rusos, 372 como mínimo, de los que pocos sobrevivieron a la extrema dureza de los gulags.

Para un número no desdeñable de españoles, la Guerra Civil se diría no iba a terminar nunca. Sólo así se explican tantos alardes recogidos por el acervo popular, donde ante la más mínima discrepancia o dificultad, el gallito con pelo engominado y bigote recto clamaba: “¿Para esto gané yo una guerra? ¿Para esto?”. De igual modo, hasta muy avanzados los años 50 aquellos diarios hablados de Radio Nacional, emitidos obligatoriamente cada mediodía y noche a través de todas las cadenas radiofónicas, empezaban con un solemne y marcial “¡Sin novedad en la paz española!”. No es extraño que sus oyentes los rebautizasen como “El Parte”, pues recordaban mucho a los partes bélicos de 1936, 37, 38 y los primeros meses de 1939.

Sin apartarnos del fútbol, varios de sus practicantes perdieron durante la contienda toda posibilidad de seguir jugando. Fueron, por no extendernos en la cita, los casos de Arocha II, Tomasín, Manolín, y Ojembarrena.

Arsenio Arocha Guillén (Grandilla, Tenerife, 22-VIII-1912) hermano del internacional y caído en primera línea Ángel Arocha, pese a ser un medio con depurada técnica y muy aceptables condiciones, sería visto como “hermano de” en el Tenerife,  Real Madrid y Betis Balompié. Con el club “merengue” se había proclamado campeón de Copa en 1934, por más que no llegase a disputar ningún partido de dicha competición. Sí lo hizo, en cambio, durante dos jornadas del torneo liguero. En el potente Betis de 1934-35, ni siquiera llegó a vestirse de corto oficialmente. El estallido de la conflagración civil se produjo cuando aún no había cumplido los 24 años, edad que con certeza le hubiese garantizado un futuro en los irregulares terrenos posbélicos, ante la retirada de los más veteranos, la huida de varios hacia México, Argentina o Francia, y la escasa consistencia de quienes, habiendo jugado hasta entonces sólo con alpargatas, hallaron su oportunidad con la reanudación de competiciones. Pero una herida en combate se tradujo en mutilación y retirada de los estadios. Empleado de banca, ejerció como entrenador en la Unión Deportiva Las Palmas, además de ojear posibles perlas canarias para el Real Madrid y el Atlético. Suya fue, entre otras, la recomendación de Luis Molowny a los técnicos madridistas. Falleció en Guadarrama, el 15 de octubre de 1990.

Tomás Arnanz, “Tomasín” durante sus primeros años de corto. Herido en un pie, tras la Guerra Civil se convirtió en entrenador.

Tomás Arnanz, “Tomasín” durante sus primeros años de corto. Herido en un pie, tras la Guerra Civil se convirtió en entrenador.

Tomás Arnanz Arribas (Villanueva de las Carretas, Burgos, 29-XII-1910) el hombre que como “Tomasín” asomase frecuentemente a las alineaciones del Iberia zaragozano y Zaragoza, entre 1931 y 1936, sufrió durante la contienda una herida en un pie que a la postre resultaría incapacitante. Se había hecho futbolista junto a la Pilarica y sus compañeros de vestuario, más que por el nombre de pila o el diminutivo lo conocían por “Zamarras”. A lo largo de la campaña 1940-41, siendo entrenador del club “mañico” y ante la carencia de efectivos, tuvo que vestirse de corto alguna vez, con carácter por demás puntual. Muy querido junto al Ebro, se le tributó un homenaje el 8 de junio de 1952, cuando ya era entrenador de cierto prestigio. Como tal pasó por los banquillos del Real Zaragoza, Club Atlético Osasuna, o Real Santander. Y probablemente aún le esperaban muchas singladuras más, que sólo un fallecimiento temprano evitó, puesto que las campanas tañeron por él en Pamplona y Zaragoza durante la temporada 1956-57.

El interior izquierdo baracaldés Manuel Fernández Tabernero, hermano de Marcelino, defensa del Baracaldo, At Bilbao o Mallorca, y para el futbol “Manolín”, saltó durante la campaña 1934-35 del Betis al Español de Barcelona, cuajando como “periquito”, con 34 partidos y 6 goles distribuidos durante los dos ejercicios prebélicos. Parecía tenerlo todo para afincarse muchos años en nuestra máxima categoría. Pero combatiendo en el lado republicano quedaría mutilado, tras amputársele una pierna, y no pudo, claro, seguir compitiendo. Falleció el 14 de diciembre de 1961, con 47 años, siendo enterrado en Cataluña, donde decidiera asentarse.

Su caso tuvo mucha similitud con el del portero canario Francisco Ceballos, fichado por el F. C. Barcelona en 1936, a quien el estallido bélico impidió estrenarse bajo el marco azulgrana, incluso en algún choque amistoso. Movilizado en el ejército de Franco, resultó herido en el frente Norte y hubo de amputársele una pierna. Como tantos otros “caballeros mutilados”, complementó su exigua pensión vitalicia con los réditos de vender lotería en Telde.

También combatió con los republicanos el medio bilbaíno Félix Ojembarrena Alcalde (2-XII-1913). Había jugado en el Padura de Arrigorriaga, Lagun Artea, de Bilbao, y Mirandilla gaditano, en este último la temporada 1935-36. El Mirandilla, tras la contienda, habría de transformarse en el actual Cádiz C. F. Sólo tenía 22 años cuando estalló la guerra y con ella hubo de despedirse del césped, puesto que una herida de bala recibida en 1939 lo dejó muy mermado.

El palentino Meji, por el contrario, ofreció toda una lección de pundonor. Desde 1933 hasta 1936 estuvo actuando en el Palencia. Soldado durante la guerra, no sólo resultó herido, sino que hubieron de amputarle varios dedos. Obviamente, con tal déficit no hubiera podido hacer mucho bajo los palos y se le dio por retirado. Pero el fútbol le apasionaba hasta el extremo de cambiar de puesto. Y convertido en medio volvería a competir con su Palencia y en el SEU de dicha capital.

También fue futbolista, pese a todo, el defensa Alfredo Royo Villar, conocido en las alineaciones por su primer apellido.

Segundo de cuatro hermanos, pasó su infancia en el bilbaíno barrio de Begoña.  El amor por la pelota, fuese de trapo o reglamento, lo llevaba en los genes, puesto que Máximo, su padre, había pertenecido a la disciplina del Athletic y a ella acabó regresando, como técnico. Lo natural, por lo tanto, es que se integrara en el Club Deportivo Solocoeche, de los barrios altos bilbaínos, donde por cierto compartiría sueños con el goleador José Luis Duque. Convocado para la selección vizcaína juvenil, su teórica progresión sufrió un frenazo el 18 de julio, no sólo ante la suspensión de actividades, sino porque la guerra le afectó de lleno, tanto en lo puramente personal como en el ámbito familiar. Con su padre en prisión y la madre y hermanos refugiados en Inglaterra, él fue a casa de unos tíos, en la vecina localidad minera de San Salvador del Valle, hoy Trapagarán. Cuando el pueblo fue bombardeado durante el verano de 1937, la metralla le afectó muy seriamente una pierna. Estaban a punto de amputársela en el hospital cuando la oportunísima intervención de un médico amigo de su progenitor se tradujo en traslado a Francia, donde con más tiempo y mejores medios otros galenos lograrían salvársela. Eso sí, entre posoperatorio y rehabilitación transcurrieron para él dos años en Chateau Thierry, núcleo próximo a París, desde donde regresó a Vizcaya en condiciones de retomar la actividad balompédica.

Los públicos de Erandio y Guecho lo vieron progresar, a medida que iba adquiriendo tono. Luego, en 1948, su amigo y compañero en el modesto Solocoeche José Luis Duque, entonces en la Gimnástica de Torrelavega, lo recomendó a su directiva. Tres buenas temporadas entre 3ª y 2ª División, traducidas en 86 partidos ligueros, lo condujeron al Atlético Almería por espacio de tres nuevas campañas. Parte de la afición torrelaveguense no entendió aquel cambio, puesto que deportivamente constituía un claro paso atrás. Olvidaban, o preferían no entender, que trotando por esos campos resecos iba a ganar mucho más dinero que haciéndolo sobre el mullido césped del Malecón. A comienzos de 1954, cumplida la treintena, regresó a Torrelavega para despedirse con la camiseta blanquiazul, como aficionado.

Al retirarse montó un bar en la industriosa localidad, que según recogieron  Raúl Gómez Samperio y José Manuel Holgado, autores de un excelente libro sobre la Gimnástica, era el único donde el cliente jamás tenía razón. Casado con una cántabra y perfectamente integrado en la villa que lo adoptase, el futbolista a quien ni siquiera una bomba pudo parar, falleció relativamente joven, el 26 de enero de 1975.

Tampoco tienen desperdicio las biografías de los hermanos Balaguer, ambos mucho más conocidos como entrenadores que por su etapa vistiendo de corto. Dos ejercicios de coraje, superación, y capacidad para reinventarse, dignos de figurar en las tan socorridas y superventas publicaciones de autoayuda, auténtica plaga entre crisis y crisis.

José Balaguer Mirasol nació en El Grao, Valencia, y allí se fue haciendo hombre entre patadas al balón, mientras iban calando en él ese espíritu reivindicativo tan de consumo en El Cabanyal, y los sueños de mayor justicia social. Afirmada su ideología republicana, apenas hubo estallado la Guerra Civil fue de los primeros en alistarse como brigadista, para reforzar, junto con su hermano Ramón, el frente de Teruel. Antonio, otro hermano, los seguiría poco más tarde, nada más concluir unos cursillos para oficiales. Enumerar sus peripecias durante casi tres años de vida entre trincheras iba a exigir demasiado espacio. Baste, por lo tanto, indicar que se salvó del fusilamiento varias veces, que la pena capital le sería conmutada por otra de 30 años en reclusión, reducidos luego a 12 que tampoco cumpliría, puesto que fue liberado en octubre de 1943. A lo largo de esos cuatro años y medio pasó por las cárceles de Burgos y Torrero, en Zaragoza.

Su hermano Antonio, capitán republicano por méritos de guerra, había caído en julio de 1937, al asaltar una trinchera en el término turolense de Arroyofrío. Sin embargo durante algún tiempo los servicios de inteligencia nacionales contemplaron con escepticismo la noticia, temiendo fuese pura estratagema para evadir responsabilidades, toda vez que sus acciones bélicas le habían puesto en el punto de mira franquista. Y aunque obviamente la luenga sombra de aquel hermano le favoreció muy poco, una vez en libertad accedería al título de entrenador que otorgaban las distintas Territoriales, pasando, además, por los banquillos del Olímpico de Játiva, Onteniente, Oliva, Sueca, Lorca e Ibiza. Sin embargo nunca pudo optar al título de técnico nacional, conforme hubiera sido su deseo, puesto que por razones políticas, al decir de la familia y según se recogió en una magna obra coral sobre la historia de la Unión Deportiva Levante, se le impidió acceder a los cursos impartidos en Burgos y Madrid. Esta cuestión, de cualquier modo, chirría en parte, puesto que con el correr de los años el régimen fue dulcificándose y otros muchos deportistas, intelectuales, artistas o menestrales de variado espectro, acabaron siendo tolerados, siquiera fuese como mal menor.

La muerte que tanto le había rondado pudo atraparlo, por fin, cuando sumaba 75 años.

Ramón Balaguer, en el banquillo donostiarra de Atocha, el año 1947, junto a un directivo del Alcoyano y el masajista. Los alicantinos se impusieron por 1-2.

Ramón Balaguer, en el banquillo donostiarra de Atocha, el año 1947, junto a un directivo del Alcoyano y el masajista. Los alicantinos se impusieron por 1-2.

Su hermano Ramón (El Grao-Valencia, 28-IV-1911), actuó como atacante las temporadas 1928-29 y 29-30 en el Cabañal, y en Levante desde 1930 hasta 1934, así como parte de la campaña 1939-40, luego de una retirada temporal por las razones que en seguida veremos. Pero sin ser un mal jugador, ni  muchísimo menos, iba a quedar para la historia como uno de los grandes entrenadores de los años 40, 50 y primeros 60, en el pasado siglo. Su biografía, aun extractada, contiene todos los matices del mejor guión cinematográfico. Empezando, claro está, por el hecho de que una mezcla de estupidez y fatalidad le truncase el porvenir futbolístico.

Parece que cuando el Valencia estaba interesado en contratarlo, su amigo Gaspar Rubio, entonces en el At Madrid, le aconsejó no pasar  a la entidad “ché” ante los problemas que ello le acarrearía, siendo como era hombre nacido y hecho en los poblados marítimos, incuestionable territorio levantinista. A cambio le propuso acudir a Madrid, para ser sometido a prueba por los “colchoneros”. Y como las arcas “granotas” estaban siempre vacías, sus directivos vieron en aquel viaje y el posible traspaso un buen reconstituyente económico a tan sempiterna anemia. La prueba consistió en un partido ante el Mogreb, del Marruecos español, en los prolegómenos del ejercicio 1932-33. Aunque los madrileños vencieron por 4-1, durante el transcurso del choque resultó lesionado en la rodilla, viéndose afectado el menisco y los ligamentos internos, con la habitual consecuencia de un aparatoso derrame sinovial. Levante, At Madrid y futbolista, pactaron entonces una nueva prueba cuando la lesión remitiera, algo que parecía no iba a ocurrir nunca. Buscando acelerar el proceso curativo, un médico le cedió su lámpara de calor para aplicársela en la región lastimada. Y un hecho tan nimio acabaría marcándole para toda la vida.

Porque el caso es que mientras el Levante empezaba a intuir alguna maniobra “colchonera” destinada a conseguir un traspaso gratuito, amparándose en la lesión, el joven Ramón Balaguer cometió una terrible imprudencia.

Guapo a rabiar y aunque no destacase en estatura, las mujeres se volvían por la calle, a su paso, al tiempo de preguntarse si no sería un galán cinematográfico. Estaba acostumbrado a despertar muestras de admiración, pero una cosa era hacerlo en Valencia y otra muy distinta por la Gran Vía madrileña, entre rascacielos, hoteles selectos, damas encopetadas y ocupantes de vehículos tan largos como pulidísimos. Envanecido, quizás, y ante la idea de que un tono bronceado podría hacerle parecer más atractivo, quiso dar un nuevo uso a la lámpara, aplicándosela sobre el torso. Aquel calor, en cambio, acabaría produciéndole una lesión pulmonar seria. Y mientras tanto el Levante, harto de tanta espera, decidía dar por terminada la excursión, haciéndole regresar.

Pese al problema pulmonar, Ramón estuvo rindiendo a satisfacción las temporadas 1932-33 y 33-34, hasta que los repetidos esfuerzos degenerasen en cavernas y, tras la correspondientes exploraciones y análisis, ingresara durante año y medio en el sanatorio de Portaceli, quedando muy en entredicho su brillante porvenir. Consciente de su terrible imprudencia, no se atrevió siquiera a confesar su mala idea con la lámpara. Manifestó, en cambio, haber sufrido un accidente en Madrid, cuando paseaba en coche con Gaspar Rubio, a resultas del cual se habría perforado un pulmón. Sólo al cumplir 65 años, llegado el momento de recapitular vivencias, se sinceró ante su familia, tal y como recogieron los autores de la ya comentada obra histórica sobre el club levantino.

La U. D. Levante que ascendió a 1ª en 1962-63, con Ramón Balaguer ya aquejado de serios achaques pulmonares, junto a Rodri, portero titular y primero por la izquierda, el resto son: Céspedes, Pedreño, Calpe, Camarasa, Castelló, Quique y Sansón; abajo Vall, Currucale, Wanderley, Domínguez y Serafín.

La U. D. Levante que ascendió a 1ª en 1962-63, con Ramón Balaguer ya aquejado de serios achaques pulmonares, junto a Rodri, portero titular y primero por la izquierda, el resto son: Céspedes, Pedreño, Calpe, Camarasa, Castelló, Quique y Sansón; abajo Vall, Currucale, Wanderley, Domínguez y Serafín.

Como tantos otros criados en los poblados marítimos, entonces designados familiarmente como “la Pequeña Rusia”, le faltó tiempo para sumarse a una columna de milicianos anarquistas tan pronto llegara el eco de la sublevación militar al otro lado del estrecho. Pero estuvo muy poco tiempo en las trincheras de Teruel, puesto que apenas dos semanas después se resentía de sus problemas pulmonares. Devuelto a Valencia, volvió a poner rumbo al sanatorio de Portaceli, donde estuvo desde octubre del 36 hasta  finales de 1938. Allí perdió definitivamente un pulmón, cuando aplicándole una técnica innovadora y en evitación de males mayores, le secaron el más afectado. Puesto que ni siquiera pudo entrar en combate, mal cabía achacársele delitos de sangre. Pero la actividad desplegada por sus hermanos Antonio y José, caído el primero en julio de 1937, con galones de capitán, y condenado a muerte el segundo, le pasaron factura en forma de varias denuncias.

Durante cierto tiempo permaneció encarcelado en San Miguel de los Reyes, antiguo monasterio reconvertido en prisión, donde la humedad, unida al frío y las privaciones, hicieron temer lo peor a su familia, que además había quedado virtualmente en la indigencia, con su casa severamente bombardeada. Puesto que algo debían hacer, solicitaron ayuda a un directivo del Levante, aún a sabiendas de que el club y cuantos con él se relacionaban eran mal vistos entre los ganadores, por su adscripción obrera y republicana. Pero hubo suerte, en medio de tanta desdicha. El juez a quien visitó Luis Foix, directivo “granota”, había sido comandante del ejército republicano hasta que mediada la contienda pasase al bando nacional. Además, juez, directivo y exfutbolista se conocían, y ello contribuyó a su puesta en libertad, luego de examinarse el expediente. Ramón Balaguer incluso volvería a calzarse las botas, hasta que poco después el propio juez le llamó para comunicarle su intención de hacer carrera, viajando a Madrid. Desconociendo el talante de su sustituto, y ante la muy probable eventualidad de nuevas denuncias, lo prudente era poner tierra de por medio. Y sin pensárselo mucho partió hacia Alcoy.

Cuando la 1ª División parecía reservada a los de siempre, un equipo de pueblo como el Alcoyano, admirablemente dirigido por Balaguer, ganó el corazón de los aficionados, durante los 40, por su entrega, honestidad deportiva y una moral a prueba de bombas. De izda. a dcha. Gil, Quiles, Quisco, Cano, Bolinches, Costa; abajo Botana, Mendi, Villar, Rubio y Pérez.

Cuando la 1ª División parecía reservada a los de siempre, un equipo de pueblo como el Alcoyano, admirablemente dirigido por Balaguer, ganó el corazón de los aficionados, durante los 40, por su entrega, honestidad deportiva y una moral a prueba de bombas. De izda. a dcha. Gil, Quiles, Quisco, Cano, Bolinches, Costa; abajo Botana, Mendi, Villar, Rubio y Pérez.

Finalizada la temporada 1940-41, el mandatario alcoyanista Ángel Pérez, padre del más adelante futbolista internacional y presidente de la FEF José Luis Pérez Payá, le ofreció convertirse en entrenador de la entidad. Ocupó, pues, el banquillo alcoyano la campaña 1941-42, ascendiéndolo a 2ª División; 1942-43 y 43-44, manteniéndolo en la categoría, y ascendiendo a 1ª la campaña 1944-45. Aunque descendiese en 1945-46, pudo recuperar un sitio entre la elite en 1946-47, y aún permanecería en esa industriosa población la temporada 47-48. Quizás entendiendo que allí estaba ya muy visto, o porque como asegurasen ciertos medios resultara imposible el acuerdo económico, ingresó en el Elche, entonces en 3ª División, con más ficha que la ofrecida por el Alcoyano, pese a que este club jugase en 1ª. De inmediato ascendió a 2ª con el Elche y volvería a 3ª al año siguiente. A lo largo del ejercicio 1950-51 dirigió al Levante, sumido en grave crisis institucional y económica, salvándolo del descenso en la promoción de permanencia. Regresaría al Alcoyano las temporadas 1951-52, 52-53 y 53-54, y en 1954-55 ascendió a 2ª al Alicante, lo que representaba para la entidad el debut en dicha categoría. La campaña 1958-59 la vio en el banquillo del Eldense, y en el del Orihuela el campeonato 59-60, preámbulo de un nuevo ascenso deportivo con el Elche, la campaña 1961-62. Aún le esperaba una proeza idéntica en la Unión Deportiva Levante, situando por primera vez al equipo en la máxima categoría (ejercicio 1962-63), formando tándem con Quique. Conviene aclarar que a lo largo de la misma estuvo ejerciendo más como manager que de entrenador, pues su vieja afección pulmonar volvía a darle guerra y ni soportaba bien los esfuerzos físicos, ni tanto viaje en tren o autobús por las precarias infraestructuras de una España todavía asomando al desarrollo. Ante tal circunstancia, su posterior contacto con el mundo del balón quedó circunscrito a las labores de secretario técnico, en cuya calidad gestionaría los traspasos de Panchulo, Blayet, Sergio, Loren o Ferrer Díaz al Valencia C. F., balón de oxígeno mediante el cual pudieron solventar los “granotas” abundantes problemas financieros, declinando los años 60.

Falleció el 13 de agosto de 1993, sin que nadie hubiese igualado sus logros al frente del Alcoyano y la U. D. Levante.

Sin alejarnos del litoral Mediterráneo, merecen alguna atención Antonio Conde Aja y Francisco Montañés, dos “víctimas” citadas como tales con alguna frecuencia, que en realidad no lo fueron tanto.

Antonio Conde (Puerto de Sagunto, Valencia, 4-XII-1912) ingresó durante el verano de 1930 en el club de la capital del Turia, acompañando a Manuel, su hermano mayor, un delantero centro escaso de técnica, pero con cabezazo demoledor, que iba a quedar casi inédito, aquejado de una hernia. Antonio, el más joven, sería conocido indistintamente durante su etapa “ché” por Tonico, o Conde II, y a diferencia del ariete cuajó como futbolista de verdad.

Conde. Víctima sí, aunque no de las más sufridas, pese a que siempre se las dio de gran damnificado. Tanto el fútbol como la vida, supieron corresponder a su esfuerzo y capacidad de trabajo. Mirándolo bien, tampoco le faltaban razones para considerarse afortunado.

Conde. Víctima sí, aunque no de las más sufridas, pese a que siempre se las dio de gran damnificado. Tanto el fútbol como la vida, supieron corresponder a su esfuerzo y capacidad de trabajo. Mirándolo bien, tampoco le faltaban razones para considerarse afortunado.

Interior primero, y medio izquierdo después, bravo, con brío y cierta propensión a repartir leña, lucía un zurdazo fácil y potente que si bien no acababa traduciéndose en goles, servía a sus compañeros para rematar a la red los apurados rechaces. Formado como su hermano en el Sporting Club, primitiva denominación del Acero de Sagunto, celebró el primer ascenso valenciano a la máxima categoría, como cierre del campeonato que le sirviese de presentación. Y ya entre los grandes dejó muy bien sentado que su sitio estaba allí. Cuando estalló la Guerra Civil lucía una estadística de 72 partidos en 1ª, con 6 goles marcados. No estaba mal, considerando que cada ejercicio oscilaba entre los 18 y los 22 enfrentamientos. Llegado el momento en que los vencedores quisieron echar cuentas, se encontró con varias denuncias que lo acusaban de haber ejercido como “comisario político”, de incautar un piso y hasta, según determinadas insinuaciones en papel prensa, de “chequista”. Lo cierto es que si ninguna de ellas prosperó lo bastante como para derivar en condenas, pasó algún tiempo en la cárcel de San Miguel de los Reyes mientras se dilucidaba su posible implicación. “Yo era hombre de izquierdas, como mi compañero de línea el asturiano Abdón”, confesó sin ambages al periodista levantino Julián García Candau, a quien también contó que en realidad se le achacaban posibles responsabilidades de otro Conde, jugador del Gimnástico de Valencia, omitiendo que ese futbolista no era sino su propio hermano Manuel. El nombre de Antonio, o “Tonico”, figuró de cualquier modo en las primeras listas de suspensiones deportivas, junto al de otros represaliados. Pero como todos ellos recurrieran las sanciones inicialmente impuestas, en un 90 % de los casos se verían sustancialmente recortadas. Por cuanto a nuestro protagonista respecta, lo irrefutable es que la primera temporada de posguerra ya aparece en el Hércules de Alicante, compitiendo en la máxima categoría.

Cuando llevaba unos meses en el club alicantino, volvieron a encarcelarlo ante la interposición de nuevos cargos. Convencido de que el comandante Jiménez, presidente del Valencia C. F., a quien había hecho algún favor durante los días de administración republicana, estaba en deuda, le pidió ayuda, obteniendo tan sólo la callada por respuesta. Libre de cargos civiles, aunque sentenciado a dos años de suspensión deportiva, una de las frecuentes amnistías que entonces solían acompañar a la conmemoración de batallas victoriosas, le permitió seguir jugando a partir de la temporada 1941-42. Puesto que la condena incluía pena de destierro y éste no fuese objeto de la amnistía, hubo de dejar Alicante, para poner rumbo a Granada, con cuyo elenco estuvo compitiendo hasta la finalización del ejercicio 43-44. Y todavía, cumplidos los 35 años, encontraría arrestos para rendir en el sevillano Betis Balompié otra temporada más, bien es cierto que en 2ª División. Su condición de víctima, por lo tanto, habría que ponerla un tanto en entredicho, pese a que ya mayor pareciese haberle tomado gusto a lucir dicha condición.

Siendo jugador del Betis y por encargo de la directiva sevillana, gestionó el pretendido e infructuoso trueque del atacante verdiblanco Montalvo, por el portero Casafont, propiedad del Granada. Una pésima operación, de haber cristalizado, puesto que mientras Casafont habría de permanecer 3 temporadas consecutivas cedido en el Ceuta, Montalvo ingresaba en el Real Madrid después de pasar por el Mallorca, y a punto estuvo de convertirse en internacional durante su etapa “merengue”.

Volviendo a Conde, luego de colgar las botas en junio del 45, regresó a Granada, afincándose definitivamente al amparo de La Alhambra. Estuvo ejerciendo distintas funciones dentro de ese club, al que entrenó, incluso, la temporada 1946-47 -hasta el 11 de abril- en 2ª División, y llegando a formar parte de alguna junta directiva más adelante. Falleció el 26 de abril de 1984, a los 75 años.

Al castellonense Francisco Montañés Montó (1909) deberíamos considerarlo, por el contrario, una “víctima civil”. Interior en el Cervantes, Castellón reserva, y en el primer equipo de la Plana desde 1925 hasta 1932, cuando el Valencia superó las 300 ptas. mensuales de sueldo que había estado cobrando hasta entonces como jugador casado, cambió de colores. También tenía un hermano mayor (Tomás) jugando en el Castellón, y para distinguirlos mejor que con la clásica nomenclatura de “I” y “II”, el pequeño sería más conocido por “Farreta” mientras ambos coincidieron. Jugador de nervio, veía el gol con suma facilidad, como acreditan sus datos en la Plana: 99 dianas en 150 partidos oficiales.

Su carácter rebelde, propenso a la indisciplina, le hizo pechar con alguna sanción que ya entonces, inmerso en un profesionalismo casi marrón por su escasa cuantía, comportaba tijeretazos a la cartera. Muy molesto y ansiando forzar su salida, denunció al club ante la Federación Valenciana por impago de una pequeña cantidad, que si bien le sería satisfecha de inmediato, contribuyó a radicalizar aún más sus exigencias de traspaso. Tras anunciar que de ningún modo pensaba renovar el contrato, la directiva castellonense cursó la correspondiente nota al órgano federativo, solicitando se le aplicase cuanto contemplaban las ordenanzas para quienes no acatasen el derecho de retención que asistía a los clubes: dos años lejos de los estadios, sin poder lucir de corto. Aunque parece que el Español de Barcelona estaba detrás de sus desplantes, tras el aviso cursado por la Federación, indicando no iba a temblarles el pulso, Montañés sólo pudo replegar velas. Aparentemente, al menos, porque su rendimiento bajó tanto que durante el verano de 1932 alguien debió pensar en la conveniencia de sacar algunas pesetas mientras aún hubiese compradores.

Con el Valencia, recién ascendido a 1ª, tuvo un arranque magnífico. Al visitar Castellón, todo el graderío del Sequiol le obsequió con una monumental pitada, de la que logró vengarse en el partido de vuelta, marcando 3 goles a sus antiguos compañeros. Dos temporadas después fichaba por el Murcia, y a lo largo del mismo ejercicio (1934-35) se enrolaba en el Levante, como paso previo a disputar la última temporada prebélica con el Gimnástico de Valencia.

Activo militante izquierdista, durante la Guerra Civil disputó algunos partidos con el equipo del Cuerpo de Vigilancia Antifascista. Luego, tras la victoria de los sublevados, pasó unos meses recluido, llegando a recoger los periódicos su muerte en la cárcel valenciana de Porta Coeli. Dos periodistas e historiadores escrupulosos, como el muy añorado Félix Martialay, o Julián García Candau -el último en sendos libros editados a principios de los 90 y el año 2007- se hicieron eco de esas notas, dándolas por buenas, cuando probablemente sólo estaban cargadas de mala intención. Paco Montañés, o “Farreta”, si se prefiere, aún siguió jugando algunos encuentros con el Castellón Amateur la temporada 1939-40. Afincado en la capital valenciana y trabajando con su hermano Tomás en un negocio de transportes, enfermó del cáncer que lo llevaría a la sepultura el 3 de febrero de 1958, sin haber cumplido la cincuentena.

Fue tan sólo una víctima de la linotipia, por más que distintas reseñas continúen a día de hoy arrebatándole anticipadamente esa vida que, por desgracia, tampoco tuvo ocasión de disfrutar en demasía.

Otros, como se irá viendo, sí fueron víctimas reales y muy de veras de nuestra Guerra Civil.

 

NOTA: Agradeceremos vivamente cualquier corrección, ampliación o comentario sobre el listado de bajas inserto en el primer artículo de esta serie, que contribuya a enriquecerlo. Pueden establecer contacto dirigiéndose a:

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