La Selección española viaja a París para defender su condición de subcampeona olímpica en los VIII Juegos Olímpicos. Solamente una derrota en los cuatro años transcurridos desde las Olimpiadas de Amberes, con un fútbol brillante y goleador, había convertido al equipo español en una potencia europea y así era considerado dentro y fuera de España. El optimismo resultaba, de excesivo, imprudente, y más de uno ya se veía con la medalla de oro antes de comenzar la competición. Colina, Cernuda y Parages, el trío seleccionador, había formado un equipo con jugadores lejos de su mejor forma y la preparación previa, además, no fue la más idónea. El 25 de mayo de 1924, jugamos contra Italia en primera ronda. El partido es trabado, con mucho juego en el centro y escasas ocasiones de gol. Jesús Larraza, nuestro medio centro, es expulsado y España termina de perder el control. A falta de tres minutos, cuando ya se huele la prórroga, un disparo de Baloncieri pega en la bota de Vallana, que había corrido a cerrar el chut del atacante transalpino y se cuela en la puerta de un desamparado Zamora. El partido termina con la eliminación de España, una de las favoritas, que sin saberlo, acaba de sembrar la semilla de la decepción, el derrotismo, el gafe y la autocomplacencia, nuestros fieles compañeros durante las próximas décadas.






