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Raro es el campeonato futbolístico en que los intermediarios no adquieran su buena cuota de protagonismo. Tras los fichajes más mediáticos o los traspasos más rocambolescos es fácil adivinar su mano en la sombra, cuando no sus hilos de telaraña dirigiendo al pupilo como una marioneta. Para no pocos presidentes de clubes, suya es la

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Intermediarios: un negocio viejo

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Raro es el campeonato futbolístico en que los intermediarios no adquieran su buena cuota de protagonismo. Tras los fichajes más mediáticos o los traspasos más rocambolescos es fácil adivinar su mano en la sombra, cuando no sus hilos de telaraña dirigiendo al pupilo como una marioneta. Para no pocos presidentes de clubes, suya es la responsabilidad de haber situado el caché de los artistas en la estratosfera. Para el aficionado común, de su simple capricho o voracidad comisionista dependerá la continuidad en su escuadra de tal o cual estrella. Señalados a menudo como tumor del fútbol, causa y origen de monstruosos pasivos institucionales, cualquiera diría que hubiesen surgido ayer mismo, como por ensalmo. La verdad, sin embargo, es otra. Desde que el balompié se hizo profesional, hace casi 90 años, distintas especies fueron creciendo en torno al cuero, hasta mutar en el actual representante.

Al principio reinaban los «patrones de pesca», término reservado para ojeadores al servicio de un solo club. Tanta fue su importancia que el Valencia probablemente nunca se hubiera hecho grande sin Luis Colina, y el Betis pudo festejar un título de Liga gracias a Patrick O´Connell, no sólo entrenador, sino «patrón» con finísimo olfato. Más adelante Pablo Hernández Coronado, controvertido y no siempre acertado hombre del fútbol, aunque chispeante como pocos, inventó la figura del secretario técnico. Su libro «Las cosas del fútbol», publicado en mayo de 1955, aparte de alumbrar un ingenio por demás socarrón, demuestra lo poco que ha cambiado el entorno de este deporte desde los años 40 hasta nuestros días. Y entre unos y otros, es decir entre «patrones de pesca» y secretarios técnicos, quienes no llamaban la atención siempre podían apuntarse al autobombo.

José Arana, bautizado por cierta prensa como «El Zamora Mexicano», supo extraer partido a esa práctica. En realidad ni era mexicano ni se parecía lo más mínimo al gran Ricardo. Cierto que había vivido en el país azteca algún tiempo, y que allí jugó al fútbol como portero. De familia vizcaína, apareció por el municipio de Guecho para cumplir el servicio militar y, de paso, probar fortuna en algún club español. No resultaba infrecuente a finales de los alegres 20, la contratación epistolar de futbolistas. Las puertas de muchos clubes podían ser entreabiertas con sabias dosis de autobombo, buena caligrafía y aptitudes literarias. Arana, sobrado de todo ello, sorprendió la buena fe de los directivos vallisoletanos, con quienes firmó a razón de 400 ptas. mensuales. Luego, al vestirse de corto en la primera edición del campeonato liguero (el Valladolid quedó encuadrado en 2ªB la temporada 1928-29, equivalente a 3ª división), no supo estar a la altura de su presunta fama.

Los años 40 y parte de los 50 hicieron de «El Feo» toda una autoridad. Éste ya era intermediario al uso, dedicado a colocar futbolistas por toda la geografía nacional, a cambio del correspondiente porcentaje. Desde luego no estaba solo, aunque fuera el más popular. Por eso, a medida que crecía la competencia, resultó imprescindible especializarse.

Durante los años 50 Juanito Cadenas colocó a innumerables catalanes en clubes andaluces y norteafricanos. Excelente vendedor no ya de su mercancía, sino de sí mismo, alimentaba la sección veraniega de fichajes en «El Mundo Deportivo» barcelonés, casi siempre dando cuenta de sus hazañas: «El popular Juanito Cadenas nos informa que el guardameta Farrés, que en tiempos perteneció al Manresa, y el defensa Emilio Soto, ex del Español, están a punto de fichar por el Cádiz». O «El siempre activo Juanito Cabenas está a punto de cerrar el traspaso de un jugador del Español al España de Tánger».

En los 50, la figura del representante había adquirido tal magnitud que ya empezaban a dispararse las alarmas. Y no por cuanto pudiera perjudicar al fútbol más grande, sino por los estragos producidos en categorías teóricamente no profesionales. Así de claro se despachaba el antiguo internacional culé José Sastre, durante una entrevista concedida a «El Mundo Deportivo» el 18 de agosto de 1955. Interpelado sobre su valoración de la 3ª catalana, respondía así: «En general, es muy baja su calidad; claro que existen excepciones». ¿A qué atribuyes dicha circunstancia?, insistía el entrevistador. Y Sastre ya no se contenía: «Son varias las que lo motivan, pero hay una que a mi modo de ver es la principal. El excesivo intrusismo de los traficantes de jugadores, que con el único pensamiento puesto en el negocio, no tienen escrúpulos y colocan su material sin importarles un comino lo que va a dar de sí. Esto, que en jugadores ya consagrados aún podría tolerarse, pues nadie se puede llamar a engaño puesto que son de todos conocidos, es necesario evitarlo con los jóvenes, que engañados por voces que sólo buscan el lucro, caen en el falso terreno de la ilusión y terminan por desaparecer. Esto unido al escaso sentido del sacrificio y a la sed de rápido encumbramiento, echa a perder muchos valores».

Declaraciones de 1955, cuando con sueldos en la banca y entre el funcionariado inferiores a 2.000 pesetas mensuales, la 3ª División mal podía pagar cuatro perras. Declaraciones de un profundo conocedor, pues si bien Sastre acababa de entrenar durante dos años al Sport Club Bahía brasileño, antes lo había hecho en varios terceras y en los segundas Gerona, Lérida y «Nastic» de Tarragona.

Sastre omitía que parte de ese intrusismo emanaba de muchos entrenadores. Encargados de confeccionar las plantillas, tocaban a tal o cual futbolista, arreglaban con él la ficha y luego «esperaban» su comisión. Sin ser agentes o representantes, cobraban por cada incorporación. Y pobre del muchacho que no cumpliese. Ya podía ser una reencarnación de Garrincha, que ni con disolvente o serrucho lograría despegarse del banquillo. El canario Juan De Luis, para el fútbol Juan Luis, y muchos otros de su generación, e incluso más jóvenes, tragaron entre arcadas aquella purga por demás injusta.  

Casi paralelamente, la masiva importación de futbolistas extranjeros habría de enriquecer a ciertos intermediarios, rara vez españoles. Al frente de todos, acariciando su beta de oro, el inefable Bogossian, cuyos servicios tanto bien hicieron al Elche.  

Los ilicitanos conocían para entonces la calidad del producto sudamericano. Dagoberto Moll, Julio Outerelo, García o Souto, habían vestido la camiseta franjiverde durante aquel relámpago que trasladó a la entidad de 3ª a 1ª división, en un par de años. El presidente de semejante gesta, José Esquitino, se encontró un día, cuando preparaba la plantilla para militar entre los grandes, con el ofrecimiento de Arturo Bogossian, armenio afincado al otro lado del Atlántico y muy curtido en la intermediación futbolística a tiempo completo. Los resultados de aquella relación difícilmente hubieran podido satisfacer más a ambas partes, pese a arrancar con algún recelo.

Bogossian ofrecía a Cayetano Ré y Fausto Laguardia, ilustres desconocidos para el presidente, como maravillas a las que el fútbol paraguayo se les quedaba muy corto. Bogossian exigía el pago en efectivo o mediante aval bancario, y Esquitino, hombre de negocios acostumbrado a tirar de cheque tras comprobar la mercancía, no acababa de fiarse. Nunca se supo cómo, pero el caso es que Esquitino logró de los responsables del Banco de Bilbao en Elche un documento con membrete de la entidad, que pese a su apariencia formal no comprometía el pago. El armenio lo aceptó como bueno y la pareja de jugadores fueron probados en dos encuentros amistosos. Sólo cuando Cesar Rodríguez, el entrenador, dio su visto bueno, se avino a pagar el mandatario alicantino. Para entonces Bogossian ya había advertido la jugarreta. Otro, probablemente, hubiera puesto el grito en el cielo. Bogossian no. Procuraba evitar las puertas cerradas, sobre todo si sus aventuras o negocios tenían final feliz. «Un armenio engañó a cuatro judíos, y tú has engañado a un armenio -escuchó José Esquitino a modo de reproche-. Puedo asegurarte que no fracasarás en el fútbol».

Corrido el tiempo, la relación entre ambos concluyó en amistad. Bogossian sabía moverse por el mercado sudamericano como pez en el agua. A sus buenas relaciones con presidentes de clubes uruguayos o del Paraguay, se unía un ojo formidable para calibrar valores y cierta falta de escrúpulos. Su muy relativa honestidad quedaría de manifiesto cuando, el 24 de junio de 1960, llevó hasta Elche al paraguayo Ángel Romero, consagrada figura en el Nacional de Montevideo. Bogossian le había convencido para venir a España con el pretexto de colocarle en el Real Madrid o Barcelona. Una vez en Barajas lo condujo hasta la por esa época capital futbolística alicantina. Romero creyó vivir una pesadilla, según confesaría años más tarde: «Avistamos el palmeral de madrugada. No parecía haber ciudad, sino palmeras, sólo palmeras y más palmeras. Yo estaba acostumbrado a Montevideo, que lejos de ser urbe era casi un país dentro de Uruguay. ¡Menuda trampa!. Si en ese momento hubiera podido volver, ni lo habría dudado».

Quien quiso huir de Elche aquella madrugada, se avecindó para siempre en la industriosa localidad. Hoy el Elche C.F. presume de haberlo tenido en sus filas, haciendo un gran negocio a tenor de su rendimiento. Aunque para negocio, entendiéndose como tal la aritmética del libro mayor, el que supuso Cayetano Ré.  

Bajito, piernicorto, con cara de monaguillo travieso y cierta timidez fuera del campo, constituía la antítesis del ariete, en tiempos de balón a la olla y choque repetitivo. Sin embargo en el área sabía moverse como nadie para mostrar una estadística goleadora digna del mayor respeto. Cuando lo trajo Arturo Bogossian hizo el número 76 entre los futbolistas que ese encantador de serpientes ayudaba a saltar el charco. Con Cayetano Ré terminaba en España el último hombre de la delantera paraguaya en el campeonato Mundial correspondiente a 1958. Pedro Agüero había fichado por el Sevilla y más tarde saltaría al Real Madrid y Granada. Silvio Parodi conoció primero las Islas Canarias y después Cantabria. Jorge Lino Romero y Amarilla se decantaron por Oviedo, aunque el último también gozó de una temporada en Elche. Estando Bogossian de por medio costaba entender que en Paraguay quedaran futbolistas para disputar su propio campeonato. Pero entre tanto, el Elche hacía negocio. Pagó millón y medio de ptas. por su pequeño delantero. Y aunque entonces pareció mucho, tres temporadas más tarde el Barcelona soltaría nada menos que 6 millones para vestirlo de azulgrana.

Posteriormente el Elche continuó nutriéndose de sudamericanos por mediación del armenio. Juan Carlos Lezcano, aguerrido, potente y con clase, constituyó otra magnífica inversión desde su llegada en 1962, y en menor medida, aunque rayando también a notable altura, Casco cumplió más que de sobra.

Bogossian tuvo sus imitadores, algunos tan faltos de olfato como de ética. No es que colocasen mercancía de segundo o tercer nivel, sino sencillamente productos adulterados. Entre todos propiciaron el bochornoso espectáculo conocido como «Timo de los paraguayos», durante finales de los 60 y el arranque de la siguiente década. Un escándalo de falsificaciones cuyo desarrollo merece al menos otro artículo. Pero antes de que todo aquel pus reventase, ciertos imitadores de Bogossian colocaban sus productos a granel, haciéndolos pasar por lujo envasado.

Sucedió con los hermanos Alfredo y Manuel Martínez Cambón, dos uruguayos surgidos de Defensor y Misiones, conocidos para el fútbol por su segundo apellido. Si de algo sabía su representante, era de mercadotecnia. «Tiene un dribling endiablado, inciso en la puerta, incordiante ante las defensas contrarias; dispara con ambas piernas y actúa indistintamente en todos los puestos de la delantera», dictó a la prensa sobre el primero. Y acerca del segundo: «Es interior, gran malabarista con el balón; jugador curtido, domina todos los secretos del fútbol». Vamos, un par de joyas. Lo malo es que acabaron vistiendo de corto. Alfredo en el Logroñés, Palafrugell, Bisbalense, Montgrí y Calella de Palafrugell, es decir en la Regional gerundense, con algún breve relámpago en 3ª. Y Manuel en idénticos clubes catalanes, además del Lugo, donde por cierto fue visto y no visto. Se empezaba a comprar a peso, y ahí triunfaban las básculas más inexactas.

Claro que no todo el pastel estuvo en manos extranjeras. El antiguo defensa colchonero Alfonso Aparicio colocó en el fútbol estadounidense, por esa misma época, a nuestros compatriotas Carmelo Cedrún, José Mª Vidal, Calixto Méndez, Santisteban, Antonio Collar o Enrique Mateos. Pero el primero en tratar la intermediación deportiva no como un trabajo, sino como una industria, fue Luis Guijarro.

Corrían los años 60, el despegue económico ayudaba a comportarse como nuevos ricos a clubes y presidentes que en realidad no lo eran, y las divisas del turismo impulsaron hacia el alarde a no pocos alcaldes del litoral. Si el de Benidorm se miró en el espejo de San Remo para organizar su festival de música ligera, otros, menos amigos de inventos, prefirieron dirigir su vista hacia el fútbol, montando torneos veraniegos. A los clásicos Teresa Herrera o Carranza fueron añadiéndose los Costa del Sol, Ciudad de Palma, Ciudad de la Luz, Valencia Naranja, Villa de Bilbao, Costa Verde, Ciudad de La Línea y un largo etcétera. El espectador de finales de los 60 y primeros años 70, sobre todo si no estaba acostumbrado al fútbol de muchos kilates, acogía con agrado la visita de entidades míticas, tipo Bayern de Munich, Ajax, Anderlecht, Feyenoord, Standard de Lieja, Ferencvaros, Fiorentina, Estrella Roja, Hajduk, e incluso del otro lado del océano, como Palmeiras, Botafogo, Fluminense, Peñarol, Estudiantes… Poco a poco, a medida que los torneos proliferaban, no pocos clubes sudamericanos llegaron a encontrarse embarcados en giras maratonianas por nuestro suelo. Seis, ocho, incluso diez o doce partidos en el intervalo de 20 días. Cuanto más pudiera cargarse su calendario, más barato saldría el desplazamiento transoceánico y mayor acabaría siendo el beneficio.

Pero montar torneos representaba mucho trabajo, no exento de específica cualificación. Si el torneo era municipal, ¿quién lo organizaría?. ¿El ayuntamiento?. Para resolver las más espinosas cuestiones estaba Luis Guijarro. Él se encargaba de proporcionar equipos y engrasar la máquina publicitaria. A menudo esos equipos llegaban plagados de jóvenes promesas apuntaladas sobre una o dos estrellas. Otras veces buscaban la venta de sus mejores activos por los campos en que se exhibían. En alguna oportunidad se llegó a confeccionar cuadros irreales, con futbolistas brasileños dispersos por distintas ligas europeas, y más de una vez se dio gato por liebre, puesto que en Brasil abundaban las sociedades del mismo nombre. Podía anunciarse la presencia de un grande, omitiendo que no era el carioca o paulista, sino el de Novo Horizonte, por ejemplo, militante en un campeonato inferior. Un negocio, al fin y al cabo, donde sobre cualquier otro concepto prevalecía la cuenta de resultados.

Todo ello sin olvidar la representación de futbolistas, a la que Guijarro supo aplicar un nuevo cuarto de vuelta.

Hasta entonces lo habitual era colocar a un jugador en otro club, a cambio de la correspondiente comisión. Él dio un paso más, haciéndose con los derechos federativos de unos cuantos jóvenes con posibilidades, para venderlos luego a entidades con algún prestigio y posibles. Y no mediante fórmulas artesanales, sino a lo grande, en lotes completos. Así ocurrió cuando antes de arrancar el campeonato 1969-70 consiguió de Jaime Planas, mandatario saliente del Atlético Baleares, los derechos de Sancho, Parma, Tauler, Tomás y Taberner. Los cuatro primeros habría de traspasarlos al Deportivo de La Coruña y Taberner al Celta. Y como además el conjunto balear había quedado en cuadro, siempre podría suministrarle su propia mercancía sin sitio en 1ª o 2ª División. Negocio completo.

Los torneos fueron quedando obsoletos a medida que la televisión ponía en cada hogar el fútbol grande. Cuando cosecharon cuantiosas pérdidas económicas y a los alcaldes se les acabó el dinero o la ilusión de sentirse importantes, el montaje de Guijarro perdió su razón de ser. Para entonces ya estaba ahíto y un puñado de aprendices más jóvenes pugnaba por sucederle.

Constituyeron la última generación de intermediarios. La más voraz, porque el fútbol derribaba fronteras y se enriquecía con el dinero de las retransmisiones televisivas. Y aunque a algunos les costara hacerse con las riendas, pronto aprendieron el ABC del negocio. Sorprende, por ejemplo, que pudiese llegar Kempes al Valencia gracias al artículo que Pasieguito, secretario técnico ché, leyera en «El Gráfico» bonaerense. El más adelante campeón mundial escapó increíblemente al control y la avaricia de los representantes. Luego ya no pudo escapar nadie.

Un técnico oscurecido como José Mª Minguella, el omnipresente Santos, Zoran Veckik, mediocre futbolista pero avispadísimo magnate, Fermín Gutiérrez y tantos otros, se erigieron en referencia de quienes para prosperar entre tan tupida e inhóspita selva, tuvieron que bucear no ya en categoría juvenil, sino en torno a cadetes e incluso alevines.

Hoy, difícilmente un jugador sin representante logrará salir de la 3ª División. Para establecer algún orden en tan peligrosa jungla, para equilibrar la férrea dictadura del negocio con los más elementales derechos y la pura y dura explotación humana, surgió no hace mucho la titulación de Agente FIFA. Un nuevo y necesario paso, por más que la intermediación, la representación de futbolistas, hunda sus raíces en el Pleistoceno deportivo.   

            

 

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Publicado en: General