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El fútbol vivió a comienzos de los años cincuenta una de sus mayores revoluciones. Entre 1948 y 1956, la selección húngara jugó 52 partidos, de los que sólo perdió uno, precisamente el que iba a consagrarla como el mejor equipo del mundo y, posiblemente, de la historia del fútbol europeo. Para muchos aficionados y especialistas,

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Hungría y el milagro de Berna

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El fútbol vivió a comienzos de los años cincuenta una de sus mayores revoluciones. Entre 1948 y 1956, la selección húngara jugó 52 partidos, de los que sólo perdió uno, precisamente el que iba a consagrarla como el mejor equipo del mundo y, posiblemente, de la historia del fútbol europeo. Para muchos aficionados y especialistas, lo es de todas maneras. Fue una revolución futbolística que terminaría en 1956 con otra revolución, ésta de carácter político, pero que, durante algunos años, mostró a una maravillosa generación de jugadores que elevó el juego a un nivel desconocido hasta entonces.

Todos los que los vieron sobre el campo coinciden en una cosa: jugaban maravillosamente bien. Para los aficionados a ver partidos históricos, basta con decir que los vídeos de la Hungría de hace cincuenta años recuerdan más al fútbol actual que muchos partidos de hace dos o tres décadas. Los apoyos eran cortos. Los intercambios de posición, casi constantes. El balón se movía de un pie a otro a una velocidad que tardó décadas en igualarse.

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En la portería estaba Gyula Grosics, uno de los mejores especialistas del mundo en su época. Un portero moderno, adelantado a su tiempo, como todo el equipo. Jugó 82 partidos internacionales lo largo de su carrera e intentó fichar por el Ferencvaros, el equipo de sus amores, pero el régimen comunista se lo impidió. En 2008, con 82 años, pudo por fin cumplir su sueño y jugó unos minutos bajo los palos en un partido amistoso contra el Sheffield United.

La defensa, formada por hombres como Buzanszky, Lorant y Lantos, destacaba por su calidad para sacar el balón jugado, pero era en el centro del campo empezaba lo mejor. Zacharias hacía el trabajo sucio y Josef Bozsik era el reloj del equipo. Marcaba el ritmo, ordenaba el ataque con pases cortos y solía romper las jugadas con un balón en profundidad hacia la delantera. Como casi todos los grandes centrocampistas de la historia, no era ningún portento físico. Se movía con cierta lentitud y no destacaba por su estatura. Sin embargo, tenía la capacidad que distingue a los mejores medios-centro: pensaba más rápido que los demás. Sabía hacia dónde debía ir la pelota desde antes de recibirla y su abanico de habilidades técnicas, aunque no fuese tan extenso como el de los genios que juegan 30 metros más cerca de la portería, incluía un control y un pase a ras de césped que casi nunca fallaban.

A partir de ahí, entraba en acción una de las mejores delanteras que ha dado el fútbol. Por la banda derecha solía moverse Lazslo Budai, un espigado extremo que cumplía con las labores más oscuras. Devolvía paredes, se desmarcaba una y otra vez, se incrustaba en el centro del campo para tocar el balón y ayudaba en defensa. Por la izquierda, Zoltan Czibor era un pequeño extremo zurdo que ha pasado a la historia como uno de los más grandes en su puesto por su velocidad y regate.

En el centro, tres hombres se repartían el ataque. Nandor Hidegkuti actuaba como falso delantero centro. Era uno de los veteranos del equipo y, gracias a su calidad y conocimiento del juego, organizaba el ataque cerca del área. Solía continuar lo que Bozsik había empezado unos metros más atrás. Sus pases terminaban una y otra vez en los pies de los dos interiores, Sandor Kocsis y Ferenc Puskas, que aportaban la mayor parte de los goles. Kocsis era el salto y el remate de cabeza. Puskas, la zurda precisa y potente. Todos ellos gastaban fama de bohemios, pero sobre el campo se entendían a la perfección. Nunca sobraban regates, nunca se tiraba a puerta si había un compañero mejor situado.

Todo aquello empezó a verse en los Juegos Olímpicos de Helsinki, en 1952. Hungría ganó la medalla de oro con facilidad, marcó 20 goles en cinco partidos y encajó sólo dos. La victoria por 6-0 en la semifinal contra Suecia, vigente campeona olímpica y una gran potencia en aquellos años, fue una de las primeras grandes demostraciones de Hungría a escala internacional.

El torneo olímpico les dio prestigio, pero la fama definitiva llegó con una victoria por 3 a 6 frente a Inglaterra, en un partido celebrado en el mítico estadio de Wembley en 1953. La lección fue tan aplastante que los historiadores británicos consideran que aquel día el fútbol inglés perdió su inocencia. Los inventores del juego comprobaron definitivamente que ya no eran sus grandes dominadores. Durante décadas, a pesar de las decepciones en campeonatos internacionales, seguían manteniendo su orgullo intacto, pero lo que ocurrió aquel día en Londres fue demasiado. Fue su primera derrota en casa contra un equipo del continente y, durante 90 minutos, los jugadores ingleses persiguieron el balón de un lado a otro del campo. Sólo la alegría ofensiva de los húngaros les permitió salvar la honra con tres goles.

En 1954 llegó el Campeonato del Mundo de Suiza y Hungría era la favorita indiscutible. Brasil aún no se había recuperado de la conmoción sufrida cuatro años antes tras la derrota frente a Uruguay en Río, y de hecho apenas quedaban jugadores de la selección que había maravillado en 1950. En Europa, el dominio mostrado por Hungría durante los cuatro años anteriores no dejaba muchas esperanzas al resto de selecciones.

El torneo comenzó con una fase de liguilla en la que Hungría se enfrentó y venció a Corea del Sur y Alemania Federal, con el increíble resultado de 17 goles a favor y 3 en contra. Como contra Suecia en el 52 e Inglaterra en el 53, aquellas goleadas resultaban escandalosas en partidos del máximo nivel, incluso en aquella época de juego de ataque y defensas despobladas.

El partido contra los alemanes se cerró con un 8-3 y una exhibición de juego, pero acabó con una pésima noticia. Una entrada del defensa Liebrich lesionó a Puskas, que había llegado a Suiza en su mejor momento y era considerado por casi todos como el mejor jugador del mundo. Tuvo que perderse los dos siguientes partidos y no reapareció hasta la final.

El partido de cuartos de final enfrentó a Hungría contra Brasil en uno de los choques más duros de la historia, que pronto pasaría a conocerse como «la batalla de Berna». Brasil no tenía la calidad de otras ocasiones y decidió apostar por el juego duro para intentar equilibrar las cosas. El árbitro, el inglés Arthur Ellis, permitió toda clase de patadas y aquello acabó resultando algo más parecido a una pelea de bandas que a un partido de fútbol.

Hungría se adelantó con dos goles antes del descanso y todo apuntaba a una nueva goleada. Sin embargo, Djalma Santos acortó distancias de penalti y el partido empezó a calentarse. Lantos volvió a marcar para Hungría y Julinho no tardó en anotar el 3-2. A partir de ahí, las crónicas no se ponen de acuerdo sobre lo que realmente sucedió. Al parecer, Nilton Santos, lateral izquierdo de legendaria elegancia, realizó una terrible entrada sobre Bozsik, que respondió con un directo a la cara del brasileño. Tras un breve combate entre dos de los mejores futbolistas de la historia, ambos fueron expulsados. Cuentan también que, unos minutos después, Djalma Santos se desentendió durante unos segundos del juego para perseguir a Czibor por el campo.

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Poco antes de que terminase el partido, Hungría marcó el 4-2 definitivo y Humberto se convirtió en el tercer expulsado. Ellis pitó el final y, de forma inmediata, los jugadores de uno y otro equipo se liaron a puñetazos. Casi nadie se sorprendió después de haber asistido a 90 minutos de provocaciones y patadas, pero la cosa se complicó aún más cuando alguien rompió una botella en la cabeza del brasileño Humberto. Hay quien dice que fue un espectador. Otros aseguran que fue Puskas, que continuaba lesionado y había presenciado el partido sentado en el banquillo.

La semifinal contra Uruguay fue completamente diferente, lo que no deja de resultar paradójico teniendo en cuenta la fama que gasta la selección sudamericana. Fue un choque limpio, lleno de jugadas brillantes y que sólo se resolvió en la prórroga con un 4-2 a favor de Hungría. Uruguay, sin embargo, logró remontar un 2-0 en los últimos minutos y forzar la prolongación, con un partido antológico del central Santamaría.

La final se celebró el 4 de julio en el estadio Wankdorf de Berna. Hungría debía vencer a Alemania Federal, que tras el 8-3 de la primera fase había sorprendido al llegar tan lejos. A nadie se le hubiera ocurrido considerar aquello un partido equilibrado. Tras los durísimos cruces contra Brasil y Uruguay, el partido decisivo parecía para los húngaros un trámite ante un equipo claramente inferior. Incluso se forzó la reaparición de Puskas, que entró en el campo como capitán.

Después de 32 partidos consecutivos sin perder, Hungría comenzó con la intención de resolver la final lo antes posible. Dominaron y encerraron a Alemania en su área. En el minuto 6, Puskas marcó el primero, y en el 8 Czibor puso el 2-0. Todo iba según lo previsto, pero Alemania sacó su orgullo y sorprendió a los 60.000 espectadores que había en el estadio con dos goles de Morlock y Rahn en los minutos 10 y 19.

Durante el resto del partido, Hungría dominó y, en el segundo tiempo, falló varias ocasiones clamorosas. En el minuto 84, cuando Alemania parecía limitarse a esperar la prórroga, Rahn penetró en el área, disparó con la izquierda y batió a Grosics. Era el 3-2 y nadie podía creerlo. Por si todo aquello no resultaba suficientemente dramático, el árbitro anuló un gol de Puskas por fuera de juego a falta de dos minutos.

Hungría cayó y la República Federal de Alemania vio el partido como un símbolo de la recuperación del país tras la humillación y la vergüenza de la Segunda Guerra Mundial. Como le sucedió a Brasil en 1950, el mejor equipo del mundial había perdido la final de forma incomprensible ante un rival inferior.

Durante los dos años siguientes, la selección húngara siguió jugando muy bien y ganando casi todos sus partidos. Quizá incluso pensaban tomarse la revancha en 1958, pero todo acabó en 1956. El pueblo húngaro salió a las calles a reclamar un cambio en el régimen que le gobernaba y, como respuesta, las tropas soviéticas entraron en Budapest. La represión terminó con las expectativas de libertad para el país y, de paso, provocó el desmembramiento de la mejor selección de su historia.

En aquellos días, en plena confusión, en la selección nacional de fútbol sucedió lo que suele pasar en estos casos: cada uno intentó sobrevivir como buenamente pudo. El Honved Budapest, equipo donde jugaban casi todas las estrellas del país, se encontraba en Bilbao para jugar un partido de Copa de Europa contra el Athletic. Muchos aprovecharon que se encontraban en el extranjero para no volver a casa. Se desperdigaron por equipos italianos y españoles. Puskas fue sancionado por la FIFA y llegó a vivir durante una temporada prácticamente retirado, dicen que haciendo malabarismos con el balón a cambio de unas monedas. Otros, como Grosics y Bozsik, decidieron volver a Budapest y lograron más gloria que dinero en su país.

El éxito de todos aquellos jugadores en las grandes ligas occidentales convierte a aquella generación húngara en algo aún más extraordinario. A diferencia de otros grandes equipos de la historia, empezando por generaciones enteras de brasileños, sus mayores talentos no se diluyeron cuando se trasladaron a otro entorno y otro fútbol. Con más de 30 años y un sobrepeso evidente, Puskas fichó por el Real Madrid, formó parte de un equipo imparable junto a Alfredo di Stefano y agrandó aún más su leyenda. Kocsis y Czibor fueron a parar al Barcelona y, junto a su compatriota Kubala, ganaron varios títulos y se convirtieron en estrellas de la liga.

Pasaron muchos años hasta que un equipo provocó una fascinación similar. En el Mundial de 1974, la selección holandesa recordó en muchas cosas a la Hungría de 20 años antes. Como ellos, un grupo de jugadores técnicos e inteligentes, liderados por Johan Cruyff, desarbolaron a sus rivales con un juego ofensivo a base de pases cortos y rápidos, de desmarques e intercambios de posición. También maravillaron al mundo y también perdieron la final. Contra Alemania, por supuesto.

 

 

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