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RESUMEN:

Un recorrido por los primeros campos de fútbol en Bilbao.

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ABSTRACT:

Keywords: Bilbao, Football Grounds, History, Spain

A journey through the first football grounds in Bilbao

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Terrenos de juego en Bilbao (I): Campa de los Ingleses

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La Campa de los Ingleses… ¡Ah, la Campa de los Ingleses!… En ese tono evocativo es como se oye este nombre. Como si quien lo cuenta tuviera una conciencia plena de lo que dice. O, al menos, asumiera completamente su significado. Y cuando se espera que el evocador diga algo más, repite «¡Ah, la Campa de los Ingleses…!». Y sanseacabó.

Pero aparecerá otro alguien que al decirle lo de la Campa de los Ingleses dará otro lamento nostálgico: «¡Ah, sí, la  Campa de Averly…!»…

Pero ni un solo alzar las cejas, entrecerrar los ojos o formar un círculo con los labios si alguien dice que recuerda la campa de Las Vegas. De Las Vegas de Santa Eufemia, para ser precisos.

Sin embargo esto último tiene un sentido, una materialidad, una respuesta concreta. Estaba situada junto a lo que después sería Neguri. Entre el ferrocarril de Portugalete y la fábrica de la Compañía de Maderas. Un prado jugoso cuya calidad de pasto la confirmaba la presencia de numerosas vacas. Pastaban y dejaban la campa llena de recuerdos digestivos. Su dueño, el de la campa, era D. Miguel Vitoria, quien alquilaba su hierba ora para las vacas, ora para que la ocuparan los colegiales los jueves por la tarde. Más difícil era cobrar el alquiler los domingos, cuando sobre el prado se desparramaban cientos de pateadores de cuero, cuya primera escuela de regate era la de evitar las plastas vacunas, y la primera prueba de correr por las bandas era la de huir del guarda que pretendía cobrarle a alguien esa ocupación ilegal de una propiedad privada, o, en su defecto, quedarse con el balón. Y menos mal que los domingos no estaban las vacas, por lo que no había peligro que alguno de aquellos chaveas sintiera una súbita y más genética vocación de Cúchares, que esa nueva fiebre británica de los «goals», los «offsides», los «penaltys»… Aunque, bien visto, también perdían la ocasión de enfrentarse, en «dribling», a ese defensa de ojos blandos y cuerna abierta y dura que recordaba al insalvable pecoso del «11 HP», acreditado «back» rompehuesos de vuelo rasante.

Todos los jueves por la tarde aparecían los alumnos de los colegios de la Doctrina Cristiana (La Salle), Escolapios  y Jesuítas, además de algunos otros de menor entidad en el panorama de la enseñanza de la Villa. Partidos entre Colegios, entre clases, entre grupos… Y los domingos, esos mismos escolares acudían a jugar o a ver jugar. Todo en sesión continua y, como en los acreditados circos alemanes, en varias pistas simultáneas. Unos, con el llamado «balón reglamentario»; otros, con pelotones de goma, o de menores dimensiones, o de pelotas de variados diámetros. Las porterías estaban formadas por dos montones de ropas, libros y carteras.

La caseta del guardagujas del ferrocarril de Portugalete era un buen refugio para las ropas en días de lluvia o para evitar que algún avispado cambiara de abrigo llevándose el palo izquierdo en vez del derecho, que era en donde había dejado sus prendas. Y tal casilla pronto se convirtió en tienda en la que se encontraban toda clase de repuestos de uniformidad, desde balones nuevos, ya hinchados, a parches para arreglar pinchazos, desde camisetas de varios colores y listados, a botas, alpargatas, calcetines, calzones, tobilleras… Un mercadillo en el que «el cliente serio» podía adquirir lo que necesitara en plazos semanales.

 Allí los había de todas las edades y de todos los pelajes. Y cada uno a su aire. Y con indumentarias tan variadas como su procedencia. Unos, con botas recién salidas de la garita del ferroviario, otros con alpargatas; estos, con los zapatos del colegio; aquellos, con las botas de agua de media caña… Y los temerosos de la bronca o el coscorrón materno, descalzos.

Solamente en muy escasos instantes de su trayectoria deportiva, la campa de  la Vega de Santa Eufemia albergó algo más que aquella turbamulta de los domingos por la mañana, o la parcelada pero disciplinada de los escolares jueves por la tarde, o equipos «serios». Con la seriedad que indica nombres tan pintorescos como el mencionado «11 HP», o Hispania, Once Llavines… y esporádicas y contadas apariciones de aquel embrión de Athletic en sus primeras salidas del Gimnasio Zamacois.

Si ésta es la dimensión real y futbolística de la campa de la Vega de Santa Eufemia, ¿por qué su recuerdo, dejado en forma de pequeñas flores secas en rancias páginas de Historia o en entrecortadas frases susurradas en conversaciones llenas de nostalgias desdibujadas?

Sencillamente porque eran flores de infancia ya ida. Cientos de bilbaínos habían jugado allí, bien en los jueves colegiales, bien en los domingos anárquicos. Acaso aquella fuera su única experiencia futbolística en toda su vida. Pero era una experiencia avalada por el hecho de que entre aquellos innominados chavales se fueron perfilando después -¡ay, después!- los que formaron la tercera generación de jugadores del Athletic. La de Pichichi, para ser más exactos y centrar el momento. Y eso avaló los jueves y los domingos de la campa de la Vega de Santa Eufemia. Pichichi había sido uno de los que sorteó los montones de caca vacuna; uno de los que corrió ante el guarda; uno de los que «negoció» unas espinilleras con el guardagujas o dejó con la boca abierta unos zapatos de domingo recién estrenados… Ese recuerdo, que por juvenil tenía un aroma tan evanescente como el del tabaco de pipa, adquiría cartas de nobleza, densidad, cuerpo al asociarlo a los que luego serían campeones de España, y casi campeones olímpicos. Ello bastaba para dejar caer el monóculo al mencionarla. Anteponer el «oooh», así, alargado.

Y todo ello ha conformado una leyenda paralela a la realidad tangible.

¿Y por qué en vez de echar los vocativos por delante de la campa de la Vega de Santa Eufemia, los echaron, muchos, ante la Campa de los Ingleses y otros, muchos menos, ante la Campa de Averly?.

Ahí está ese misterio que siempre avala cualquier leyenda. ¿De dónde salió el «apodo» de Campa de los Ingleses? Nadie lo ha explicado. Posiblemente -y hay que moverse en el terreno de las hipótesis- porque los primeros que se lanzaron al prado de la Vega de Santa Eufemia fueron aquellos ingleses de las empresas bilbaínas o los marineros británicos que corrían detrás de un balón en las horas que pisaban tierra junto a la Ría. Allí organizaron sus partidos. Y los sucesores, los estudiantes manchesterianos, para entenderse, dijeron que jugaban en la misma campa en la que lo hacían los ingleses… En la Campa de los Ingleses, para abreviar.

¿Y lo de Averly? Pues hay que echarle literatura a la cuestión porque ahí sí que no hay ninguna huella apreciable. Ni con paciencia de apache, que según Karl May eran los mejores rastreadores del Oeste, se puede encontrar ni una hierba movida, ni un resto de vaca que avale el Averly. ¿Acaso alguno de aquellos equipos ingleses, el más conocido, el mejor, el más apreciado se llamaba Averly?. ¿Quizá entre los que allí jugaban había uno que despertaba la admiración de la chavalería circundante y boquiabierta que decía que iba a jugar en donde jugaba Averly?

Pues bien, la importancia misma de la Vega de Santa Eufemia como pariente remoto de San Mamés, es mínima. La campa de Lamiaco avala, élla, a la primera y segunda generación de «athléticos»; pero son los miembros de la tercera generación, más conocida por todos, por la simple circunstancia de que el fútbol español estaba ya más hecho, la que ha avalado la Campa de los Ingleses, la Campa de Averly, la campa de la Vega de Santa Eufemia. Sin la «quinta» de Pichichi nadie hubiera podido ponerse dulce diciendo «¡Oooh, la Campa de los Ingleses!».

Nota de José Ignacio Corcuera: La Campa de los Ingleses, sita en lo que hoy es el muelle del museo Guggenheim, o más concretamente entre el edificio y el Puente de Deusto, era hace cien años el lugar en el que estaba el puerto de Bilbao. Muchos buques procedían de la Gran Bretaña y, como es natural, a veces sus marineros fallecían en nuestro suelo. Los enterraban en la campa vecina y puesto que los cementerios protestantes carecen de panteones y hasta de lápidas, nunca dejó de tener aspecto de campa. Los bilbaínos acabaron denominándola Campa de los Ingleses, porque quienes allí yacían procedían de aquel país. La proximidad al puerto de estiba de esa pradera hizo de ella campo de fútbol improvisado en los matches que el primitivo Athletic, al igual que el Bilbao, dirimían contra equipos de marineros británicos.

 

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