RESUMEN:

Las patentes de corso eran documentos o bulas emitidos por la realeza, las repúblicas, o gobernantes de ciudades, otorgando derechos de ataque, saqueo, incendio y destrucción, dirigidos a buques, puertos y ciudades del enemigo. El tenedor de aquellas patentes, por lo general propietario de un barco, quedaba obligado a socorrer a su emisor en casos

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Patente de corso

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Las patentes de corso eran documentos o bulas emitidos por la realeza, las repúblicas, o gobernantes de ciudades, otorgando derechos de ataque, saqueo, incendio y destrucción, dirigidos a buques, puertos y ciudades del enemigo. El tenedor de aquellas patentes, por lo general propietario de un barco, quedaba obligado a socorrer a su emisor en casos de confrontación bélica, ataque externo o procedente del interior, y a devengar una parte de los botines, como si de cualquier impuesto o reparto societario se tratase. Aquellos gobiernos y ciudades embrionarios, surgidos del medievo, se granjeaban de ese modo y sin coste un ejército y armada sumamente útil. Eso sí, a cambio de vulnerar derechos de propiedad y todo principio jurídico moderno, puesto que las patentes consagraban el filibusterismo.

El vocablo “filibustero” define a quienes hacen botín libremente, como los del Caribe y las Antillas durante los siglos XVI y XVII, por ejemplo, sin otro pabellón que el negro y más filosofía vital que el despojo, aunque eso sí, sometidos a normas y códigos que hicieron de ellos pioneros cooperativistas. A grandes rasgos, sus códigos venían a reglamentar toda una azarosa existencia. Desde castigos ante faltas de distinta índole, a la dosis diaria de ron, el horario de luces a bordo, la prohibición de embarcar a niños o mujeres, los porcentajes de reparto en función de rangos, el deber de conservar limpios y listos para abordajes pistola y sable, pasando por indemnizaciones ante la pérdida de algún miembro u ojo, así como dotes por retiro, tendentes a garantizar una decorosa vejez si la suerte no se mostrara esquiva. Corsarios fueron algunos grandes hombres de mar, firmes baluartes de sus reyes, cuyos golpes de mano contribuyeron a cimentar o engrandecer imperios. Gente tratada por la Historia de su país como almirantes gloriosos, y como piratas, saqueadores o desalmados, en los manuales de aquellos lugares contra los que antaño combatieran. Quien hoy parece dirigir el tráfico desde una columna londinense y en el lejano pretérito se enfrentara a España, no pasa de pirata en cualquier texto neerlandés, de nuestro país, o galo. La Historia y sus versiones poliédricas…

Teóricamente, las patentes de corso rodaron sin puntilla con el Tratado de París (1856), primer intento serio de salvaguardar cierto orden internacional, a partir del derecho de los pueblos a dilucidar su futuro. Y como suele ocurrir casi siempre, tan brillante noticia fue consecuencia de otro gran baño en sangre: el de la Guerra de Crimea. Aquella contienda dejó en papel mojado las viejas bulas. Casi todas las bulas, mejor. Porque transcurrido algo más de siglo y medio, las patentes de corso siguen existiendo en algo tan cotidiano y universal como el fútbol.

Patente de corso se antoja empíricamente, que las Federaciones Nacionales continúen reservándose un derecho medieval sobre todos los futbolistas de cada país, a despecho de ordenanzas y estatutos laborales. Cada ventana FIFA o UEFA, los clubes más poderosos del orbe, aquellos que pagaron suculentos traspasos por hacerse con grandes estrellas, los que abonan fichas astronómicas a mitos del momento, han de entregar gratis “ed amore” a sus mejores piezas, en beneficio de quienes nunca contribuyeron a convertirlos en estrellas, no dedicaron técnicos, psicólogos, médicos o nutricionistas a orientarlos, jamás sufragaron un centésimo de sus nóminas, pero eso sí, hincharon el pecho mientras los veían hacerse algo más que promesas, o celebraban títulos como si cada triunfo en verdad fuere sólo cosa suya, no de los deportistas. Todo por mor de unas selecciones nacionales que desde hace tiempo constituyen casi único arbotante en Federaciones cada día más inanes.

“Cuadernos de Fútbol”, obviamente, es foro histórico y no de opinión. Corresponde a su espacio, por tanto, algo más que un texto con aroma a editorial. Así que convendrá repasar cómo y por qué se sigue dando la actual situación, para escarnio y quebranto de unas Sociedades Anónimas, numerosas masas sociales, y varias Ligas de Fútbol Profesionales, de momento mudas, quién sabe si víctimas de algo semejante al síndrome de Estocolmo. Echemos, pues, la vista atrás.

Desfile español en Amberes, primera presencia “olímpica” de nuestro fútbol y debut de la selección española en términos absolutos.

El futbol de selecciones nació en plena época amateur. Los Juegos Olímpicos impulsados por el tesonero Pierre de Coubertin crecían, se desarrollaban a despecho de voces agoreras, captaban la atención universal y distintas naciones fueron mostrando interés por albergarlos. Un deporte cada vez más en boga, como el fútbol, difícilmente podía mantenerse al margen de la mayor manifestación atlética del planeta y, tras una primera toma de contacto a manera de exhibición, se tuvo claro que convenía ir componiendo selecciones nacionales con vistas a tan magno acontecimiento. España intervino por primera vez en los Juegos de 1920, todavía con futbolistas estatutariamente amateurs y cuando en la Gran Bretaña se hablaba sin ambages de “pross”. Los ingleses, además, formaron su primera selección en 1872, mucho antes que Suiza, Hungría, Suecia o Italia. Por esa época, sin dinero de por medio, ser internacional constituía sólo un gran honor, amén de recuerdo imperecedero y aventura formidable. Luego nuestro fútbol apostó por la profesionalización (1926), con “pross” de bronce y amateurs compensados, justo es decirlo, pues cuando en 1929 rodaba el primer balón de nuestro Campeonato Nacional de Liga, sólo el 32 % de quienes intervinieron podían considerarse legítimamente trabajadores de la pelota. El 68 % restante no hubieran podido comer ni vestir con cuanto el balón redondo les proporcionaba.

Los clubes, naturalmente, no ponían objeciones al préstamo forzoso. El calendario era corto -18 jornadas de Liga y unas pocas de Copa-; sobraban fechas para dos o tres choques internacionales por temporada. Además los clubes relativamente modestos hacían sus propias cuentas de la lechera. Si alguno de sus jugadores fuere seleccionado, su cotización se dispararía. Seguro que entonces uno de los dos o tres grandes ponía sus buenos duros sobre la mesa para ficharlo. Y qué falta hacían, ¡Dios mío!, esos 4 ó 5.000 duros para equilibrar el balance. ¡Qué bendición si llegaran! Los partidos de selecciones tenían mucho de escaparate, de mercadillo, porque para los propios futbolistas estar entre los seleccionados solía traducirse en alguna mejora contractual. Todos ganaban y ni el fútbol ni sus seguidores más fervientes perdían nada.

Así continuaron las cosas mientras se iba abriendo las fronteras a jugadores del exterior. Mussolini, fiel al ideario imperial, abrió las de Italia a sus oriundos, soñando con verlos lucir un día la “azzurra”. ¿Cómo no se iba a dejar ver en el balcón del fútbol un populista tan soberbio? España también había abierto el portillo fronterizo a las gentes del balón, aunque hasta 1936, cuando estallase nuestra fatídica Guerra Civil, los foráneos apenas si tuvieron algo de auténticos refuerzos. Luego los nueve años de dolor, luto y llanto -tres a este lado de los Pirineos y otros seis enseñoreándose del continente y archipiélagos- constituyeron no ya un paréntesis, sino freno y mordaza a veleidades de cualquier índole. Y tras la ardua labor de reconstrucción, con interludios de apertura y cierres a la importación balompédica, durante los años 50 formar parte de una selección requería, de facto, amén de destacar domingo tras domingo, competir en el país cuyo escudo se aspiraba a llevar sobre el pecho. Porque no sin lógica, se antojaba que mal podía exigirse a clubes extranjeros la entrega coyuntural de futbolistas, muchas veces mediando trayectos transoceánicos de ida y vuelta, máxime cuando esos jugadores competían ya con ficha de otra Federación. Habrá quienes piensen que más primaría en dicha omisión el alto costo de los vuelos transoceánicos, y cometerán un error. Sin ventanas FIFA en los calendarios de cada país, el simple hecho de amagar con requisitorias de futbolistas, dejando inermes a algunos clubes en sus propias competiciones, hubiera incendiado el panorama balompédico. Allá donde deslicemos nuestra mirada encontraremos abundancia de ejemplos.

Luis Suárez Miramontes, único Balón de Oro español hasta la fecha, luce su trofeo. Un fuera de serie con quien la Federación Española pudo contar poco. De él dijeron en Italia: “Tiene un juego que encanta, porque reduce las cosas a la mayor simplicidad. Decididamente un superclase” (Firmani). “Con este hombre detrás, ¿quién hubiera parado a Altafini y Greaves? (Viani, secretario técnico del Milán, que acababa de fichar al británico). “Suárez en el centro del campo es el hombre que me hubiera gustado ver con la camiseta del Milán” (Rocco, también milanista. “¿Ha notado cómo corre? Su cambio de velocidad en plena marcha es de naturaleza sorprendente” (Guarneri). “Suárez ha encantado” (titular del diario turinés Tuttosport, tras el debut).

Cuando mediados los años 50 del pasado siglo comenzaron a llegar extranjeros en catarata, prácticamente todos eran conscientes de haber dicho adiós a su selección nacional. Toda la delantera paraguaya mundialista acabaría recalando en nuestra Liga, fundamentalmente impulsados por el intermediario armenio Arturo Bogossian. Desde su extremo derecho Agüero al izquierdo, Florencio Amarilla, pasando por su ariete, Cayetano Ré, y ambos interiores. Pues bien, Paraguay hubo de hacerse con otro quinteto de vanguardia. Alboreando los 60, al fichar por el Inter milanés nuestro Luis Suárez Miramontes, único Balón de Oro español hasta la fecha, la F.E.F. tuvo que realizar gestiones con la transalpina para seguir contando con su concurso en choques decisivos. “Luisito Suárez seguirá jugando con la selección nacional” -airearon los medios informativos-. “Así lo aseguró una fuente de la FEF, tras mantener arduas conversaciones con directivos de Italia”. El coruñés Luis Suárez no sólo acababa de convertirse en el futbolista mejor pagado de Europa -3 millones de ptas. como ficha anual, medio millón garantizado en primas y sueldos mensuales de 30.000, cuando un obrero español rondaba las 4.000 mensuales-, sino que los 25 millones abonados por el Inter al Barcelona en concepto de traspaso constituían récord universal. “Para tener el mejor equipo del mundo hay que contar con el mejor organizador, y ese es Suárez que está en el Barcelona” -enfatizó Helenio Herrera una vez en el vestuario “nero-azzurro”. España, aquella España autárquica, no podía perder para su selección al jugador más celebrado del mundo en su puesto, al más caro del planeta, sin ver mellado el orgullo nacional. Se hizo del asunto cuestión de honor, y a la postre tampoco es que nuestros federativos arrancasen un compromiso absoluto, sino tan sólo uno de mínimos, válido para las grandes citas.

Suárez no fue convocado para los partidos eliminatorios ante Rumanía, con vistas a la II Eurocopa. Ni cara a los amistosos ante Bélgica y Francia, como preparación para la siguiente ronda de clasificación. Ni tampoco en San Mamés ante Irlanda del Norte, choque de ida, resuelto con igualada a un gol. El miedo a una eliminación en Belfast llevó a nuestros jerarcas a dar el do de pecho ante la directiva interista, y si bien tampoco podría contarse con el magnífico interior izquierdo en un partido preparatorio ante Escocia, estuvo presente, por fin, en la ajustada victoria ante los irlandeses con gol de Paco Gento. España y Luis Suárez pasaban a la siguiente ronda, a dirimir contra la Irlanda meridional. De nuevo sin su concurso en otro amistoso ante Bélgica, ni él ni Luis Del Sol, otro emigrante en el “Calcio”, serían considerados imprescindibles para la contundente victoria ante los otros irlandeses (5-1) en magnífica tarde de Amancio Amaro y Marcelino. Una vez más sin Suárez, “la roja” caía humillada en Dublín por 2-0. Todo un fiasco, que sin embargo permitía alcanzar la fase final a dirimir en Madrid, nuevamente con Suárez llevando el 10 a la espalda. Aquellos partidos ante Hungría y la URSS representaron el primer título internacional para España, y si se pudo contar con la magia del galleguito fue, sobre todo, porque los choques tuvieron lugar los días 17 y 21 de junio, con los torneos de Liga ya concluidos.

“Didí”, caricaturizado por Cronos en 1959. Un campeón del mundo que durante su época “merengue” sólo lució la “canarinha” en vacaciones.

Un par de brasileños, ambos campeones del Mundo, como Vavá y Didí, también jugaron con su selección mientras pertenecían a los dos equipos de nuestra capital. O lo hicieron relativamente. No de forma regular, sino tan sólo en otra fase final mundialista, es decir durante sus vacaciones. En el caso de Didí, además cuando virtualmente estaba fuera de la entidad “merengue”, tras su fracaso en Chamartín, al decir de algunas lenguas boicoteado por Alfredo Di Stefano. El sevillista Achúcarro, en cambio, aunque visto su gran rendimiento mereciese sobremanera detentar un nada desdeñable registro de internacionalidades, quedó como cuando vino a lucir el blanco hispalense. El hondureño Cardona, primero en el Elche y luego en el At. Madrid, tampoco sumó muchos guarismos. Tan sólo en la recta final de su carrera, ya para escasos trotes, mereció la atención de sus federativos ultramarinos, sin que en la casa rojiblanca pusieran la menor pega. Al fin y al cabo, ya apenas contaba para el primer equipo.

No, lo habitual no era requerir la comparecencia de migrantes del balón, a menos que se tratara de fases finales de algún mundial o torneos continentales.

España volvió a Jugar en Dublín ante Irlanda su partido de ida clasificatorio para el Mundial de Inglaterra (1966). Y puesto que sin Luis Suárez se perdió 1-0, para el de vuelta en el Sánchez Pizjuán sevillano se contó con él (4-1 a favor). Como en dicha competición no se tenía en cuenta el golaveraje, volvió a solicitarse su concurso cara al partido decisivo en el Parque de los Príncipes parisino, salvado merced a un gol de Armando Ufarte. “La roja” repetía entre los 16 de otra fase final mundialista, y para la efeméride se quiso contar con el terceto “italiano”, toda vez que en julio volvían a estar de vacaciones. Pero ni Joquín Peiró ni los dos luises, Del Sol y Suárez, evitaron la catástrofe.

Ya en los 70, el dinero comenzó a mandar de verdad. Varios campeonatos habían vuelto a abrirse para futbolistas extranjeros. Inglaterra, Francia, Bélgica, Portugal, Suiza… La gran Holanda de Cruyff, aunque importase, era eminentemente exportadora, e Inglaterra, pese a todo, seguía confiando más en el producto autóctono que en el exterior. Italia, cuyo fútbol más y mejor pagaba, tenía sus aduanas completamente enladrilladas. Y por nuestros pagos, luego de que ni con falsos oriundos mejorasen las cosas, se abrazó una vez más el aperturismo, siquiera fuese en lo puramente deportivo. ¡Sería por dinero!

Pero los 70, sobre todo, fueron años convulsos para el deporte rey. La Federación neerlandesa firmó un acuerdo publicitario con cierta marca de ropa deportiva, y su gran estrella, don Johan, levantó la voz: “Las camisetas no se venden solas. Son las caras que van sobre ellas lo que induce a comprarlas. Así que los futbolistas debemos cobrar por lucirlas”. Los federativos se negaron a enhebrar ninguna conversación y el gran Cruyff se fue con cajas destempladas. Aquella marca, además, era competidora directa con la que él mismo patrocinaba, y si ya de ordinario no solía dar el brazo a torcer, menos iba a hacerlo sintiéndose ninguneado. Disputó el Mundial, pero sin lucir el anagrama ni los símbolos del patrocinador. “Si alguien quiere hacer negocio a mi costa, ya sabe dónde encontrarme -justificó ante los periodistas- Ésta es una de las pocas cosas buenas que tiene ser famoso; los famosos ayudan a vender más y lógicamente cobran para contribuir a que otros se hagan ricos”. Paralelamente, en varios países se adoptaban fórmulas destinadas a edulcorar el derecho de retención. Afloraba la sindicación futbolera. Los jugadores exigían una mayor representación en el seno federativo. La Copa de Europa y hasta la de la Ferias, transmutada pronto en Copa de la UEFA, constituían un éxito. Y desde el máximo órgano europeo, envalentonados, se aspiraba a ganar más dinero en divisas fuertes, tal como aseguraba iba a hacer el brasileño Joao Havelange, volviendo del revés el organigrama de la FIFA.

“El derecho de retención es la razón misma del fútbol profesional -se aseguró entonces-. Si desapareciese, mataríamos el invento”. Por nuestros pagos, Pablo Porta, presidente federativo, aseguró que la sindicación de futbolistas ahogaría a los clubes. “El fútbol se rige por si mismo”, clamaron en la Federación Italiana, cuando desde la Comunidad Económica Europa se les amonestase por impedir en su suelo el libre ejercicio profesional de futbolistas comunitarios. “Si un arquitecto, físico, investigador o ingeniero súbdito de la C.E.E. puede trabajar en cualquier país de esa órbita, ¿por qué los futbolistas han de encontrar impedimentos?”, se reiteró desde Estrasburgo. “El fútbol come en rancho aparte”, habría de enfatizar un portavoz de la UEFA. Poco después, en Bruselas se oyeron voces poniendo en entredicho los traspasos futbolísticos. “Pueden atentar contra el derecho de los trabajadores. No parece lógico exigir millonadas cuando los contratos van a expirar en cuestión de meses”. Italia, al fin, tuvo que abrir sus puertas, con parecidas limitaciones a las que España impusiera. Los sindicatos fueron cobrando forma, sin que ningún club pereciese estrangulado. Y lo de comer en rancho aparte comenzó a verse amenazado. Havelange, en todo caso, atornilló más el corsé de los clubes, por cuanto respecta a la cesión obligatoria y gratuita de futbolistas a sus Federaciones de origen. La patente de corso se tornaba mucho más escandalosa, a mayor gloria no del fútbol, sino de los torneos organizados tanto por la FIFA como emanados desde las distintas confederaciones.

Johan Cruyff. Rebelde y reivindicativo, las tuvo tiesas con la Federación de su país. Primero empeñado en salir rumbo a Barcelona, llevando la cuestión hasta el mismísimo parlamento neerlandés. Más adelante negándose a lucir el anagrama y distintivos de la marca que vestía al equipo nacional, luego de que los futbolistas quedasen fuera del reparto económico por lucirla. Le asistía toda la razón y su gesto constituyó magnífico precedente.

Un día, ya en los años 80, ese reducto esclavista que constituía el derecho de retención voló por los aires, dinamitado en distintas sentencias judiciales. Y un jugador belga de segundo rango a quien arruinaron la vida desde FIFA y UEFA lograba lo aparentemente imposible: el triunfo en sentencia firme anta las todopoderosas jerarquías futboleras. Quienes dispusieran de un pasaporte comunitario, o de países convenidos en materia laboral, podrían moverse a discreción y sin ningún límite ni cortapisa por una Europa hermanada, mucho más densa que ese antiguo y selecto club compuesto por Gran Bretaña, Francia, Italia, Alemania y el Benelux. Pero esa especie de peaje chantajista en favor de las Federaciones nacionales y en detrimento de los clubes, defendida a ultranza desde todos los foros supranacionales, seguía enturbiando el buen orden en materias tan variopintas como lo estrictamente laboral y el código mercantil. Regularmente, varias veces por año, los mejores futbolistas del mundo partían y parten de sus clubes para representar a su Federación de origen, a costo cero para quienes mediante esos partidos se llenaban los bolsillos.

Cualquiera, hasta el más torpe estudiante de Primaria, sabe que no es posible vivir en la Edad del Bronce después de haberse inventado la pólvora, superado el maquinismo y cohabitar con la robótica. No se puede lancear a caballo cuando sobrevuelan misiles, ni emplear argumentos decimonónicos en una atmósfera de rapidísima evolución. Eso, anclarse al pasado entre ensoñaciones de un mundo ya periclitado, es justo cuanto viene haciendo el planeta futbolístico, para asombro de propios y extraños. Los clubes de antaño, sin ánimo de lucro, son hoy, salvo raras excepciones, Sociedades Anónimas, Compañías Mercantiles en muchos casos cotizantes en Bolsa, presididas por Consejos de Administración, sometidas a controles estrictos de Hacienda y las Ligas de Fútbol Profesionales, obligadas a rendir cuentas no a sus socios, sino a los accionistas. ¿Podríamos imaginar al director financiero de una multinacional, diseñando la política económica de un estado mientras cobra de la compañía cuyo trabajo, obviamente, no puede desarrollar? ¿Al responsable de recursos humanos en National Nederlanden, por ejemplo, estableciendo normas destinadas a optimar el rendimiento funcionarial de la CEE? No, ¿verdad? ¿O a los miembros de un bufete de abogados con fama internacional, abandonando literalmente sus despachos para retocar la política internacional de tal o cual estado europeo, asiático, americano u oceánico? Pues eso ocurre varias veces cada año, desde hace muchos lustros, cuando los futbolistas toman un vuelo desde Europa, respondiendo a la llamada de sus selecciones nacionales, se someten a un devastador “jet lag”, desayunan tres veces en un día y otro cenan por partida doble, disputan 180 minutos ocasionalmente a 3.000 metros de altura, reciben patadas, se arriesgan a sufrir lesiones musculares, regresan deshechos doce días después, con ganas de dormir 20 horas seguidas, y a veces lo hacen cojeando, tumefactos o lesionados para todo un trimestre. Mientras sus clubes siguen corriendo con la amortización del fichaje y la suculenta mensualidad, sin obtener de ellos el más mínimo rendimiento, esos futbolistas pueden haber rodado un par de spots publicitarios, a mayor gloria de la Federación de turno. Derechos publicitarios, por cierto, que el jugador vendió en su día al club o la Sociedad Anónima encargada de sufragar sus virtudes balompédicas, y que por lo tanto las Federaciones nacionales no deberían aprovechar en beneficio propio. ¿Cabe mayor insensatez, por cuanto comporta de burla al Derecho?

Recientemente dos sucesos de índole bien distinta han vuelto a colocar el foco mediático sobre este tipo de patentes corsarias. El primero la sanción a un entrenador de nuestra máxima categoría por manifestarse públicamente, sin ofensas personales ni tono desabrido, acerca de lo que todo el país vio como tremenda injusticia, y ni sobre el césped ni en la sala de visionado televisivo se sancionara. Una vez más, el ejercicio constitucional de la libre expresión sometido al capricho de tiranuelos fuera de época. La sanción al damnificado, por el simple hecho de airearla, mientras nadie reconocía culpas ni, obviamente, purgaba por ellas. Un principio consagrado en la Ley de Leyes, que los mandamases del balón conculcan alegremente desde su cómoda torre de marfil. Hace poco, también, los tribunales consideraron libertad de expresión ciertos comentarios vertidos por un profesional de la provocación, injuriosos para practicantes de cierto credo religioso. Absolución del provocador gratuito, y condena no jurídica, sino profesional, a quien sin enarbolar insultos manifestó libremente su juicio. ¿A qué espera el Consejo Superior de Deportes? ¿Por qué no interviene de oficio, instando a modificar una normativa con claros visos preconstitucionales? El otro suceso entronca directamente con la parte mollar de estos párrafos: el retorno de varios futbolistas infectados por la “covid-19” mientras competían con sus respectivas selecciones. Algo que no parece responder, del todo, al puro accidente.

Para los órganos supranacionales del fútbol, los jugadores son únicamente máquinas con las que hacer dinero. Ellos sustentan el andamiaje de los Campeonatos del Mundo, Eurocopas, bolos varios y esa nueva seudoliga europea de selecciones con la que tanta caja vienen realizando. En la imagen una de las mascotas descartadas del Mundial de España en 1982, el de “Naranjito”.

Se sobreentiende que todo préstamo comporta obligación de un cabal tutelaje y cuidados, para devolver lo prestado en perfectas condiciones. De ello se infiere que las Federaciones encartadas deberían haber dispuesto, como mínimo, idénticos medios de vigilancia, control, cuidados y asepsia, a los establecidos en cada club de origen. Algo que las imágenes vertidas desmientes por sí mismas. En el caso de Uruguay, un jugador infectado procedente de Brasil -con hasta 17 positivos en su vestuario- parece habría sido el transmisor. Cabe preguntarse cómo pudo ocurrir, a qué tipo de control fue sometido, o qué se hizo rematadamente mal. Ya es bastante el sometimiento a una especie de derecho medieval, equiparable hasta cierto punto al de “primae noctis”, mal traducido en España como “de pernada”, para que además “la doncella” se devuelva contagiada. El Sevilla C. F. también recibió enfermo a su guardameta, convocado por Marruecos. Y se habla de varios clubes americanos y europeos afectados del mismo modo. Bastante es que el “virus FIFA” adultere las competiciones -obsérvese la cantidad de puntos perdidos por clubes grandes tras cada paréntesis de selecciones- como para que deba aceptarse como daño colateral el resultado de una suma de disparates.

Sorprende, por qué no decirlo, el silencio de los sindicatos de futbolistas, se diría que desaparecidos ante la descarada dictadura de unos órganos supranacionales voraces hasta la exageración. ¿Dónde queda lo de velar por la salud y dignidad de sus representados? ¿Oyeron hablar de conceptos como seguridad e higiene en el trabajo? Hoy, luego de mucha dejación desde las Federaciones Nacionales, son las Ligas de Fútbol Profesionales quienes controlan al 99 % el fútbol de élite europeo. Y se están cansando. Una de esas Ligas, sustentada por la mayoría de clubes integrantes, ya ha pespunteado la intención de no prestar futbolistas de su órbita a nadie, en tanto se resuelva esta pandemia. Cabría preguntarse por qué sólo en tiempos de pandemia, por qué no extender su negativa hasta el infinito. Ningún tribunal ordinario sería capaz de sustentar la entrega obligatoria y gratuita desde una Sociedad Anónima a otro ente, a sus mejores trabajadores, los mejor remunerados y envidia de la competencia. Bien al contrario, cualquiera de esas Sociedades pudiera verse en aprietos tan pronto uno sólo de sus accionistas demandase a sus rectores por administración desleal. Porque según el código, dedicar una parte o todo el patrimonio societario a fines u objetivos ajenos a la actividad, implica como mínimo deslealtad dolosa en términos de gestión mercantil. En el seno de FIFA y UEFA conocen sobradamente lo mal que les ha ido ante los tribunales ordinarios. No se antoja arriesgado aventurar que también por cuanto respecta a las selecciones nacionales pudieran recibir un último y definitivo revolcón.

Las patentes de corso aferradas a la pelota serán historia también, un día no lejano. Y es muy probable que salten en pedazos sacudidas por cualquier fenómeno ajeno a lo puramente futbolístico. El corso fue condenado en París, cuando la Guerra de Crimea no tuvo su origen cierto ni un posterior desarrollo amparado en tan abominable práctica. Tal vez el fútbol se desprenda de sus más oscuras prácticas por cualquier cuestión tangencial. Bien mirado, los tiempos convulsos suelen llevarse por delante prácticas y métodos inútiles o en desuso.

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