RESUMEN:

De un tiempo a esta parte, investigar la Historia Contemporánea tiene algo de avanzadilla en descubierta por campos minados. Y no, no es que falten ayudas. Simplemente abundan las cortapisas. Las leyes de Protección de Datos que cada comunidad autónoma ha ido alumbrando, desaguan en el mismo erial, las mismas negativas o respuestas de argumentario,

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Campos minados en la historiografía contemporánea

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De un tiempo a esta parte, investigar la Historia Contemporánea tiene algo de avanzadilla en descubierta por campos minados. Y no, no es que falten ayudas. Simplemente abundan las cortapisas. Las leyes de Protección de Datos que cada comunidad autónoma ha ido alumbrando, desaguan en el mismo erial, las mismas negativas o respuestas de argumentario, para pasmo del investigador: “Ese es un dato reservado”. “Lo lamento, pero si se lo facilitara incurriría en delito”. O sencillamente: “Le he dicho que no, y es que no”.

Cuidado, que nadie suponga se está demandando correspondencia íntima, secretos inconfesables, actas de algún Consejo de Administración con proyectos mercantiles, o los papeles secretos del Estado Mayor, el Ministerio de Asuntos Exteriores o el CESID. Estas respuestas son habituales ante organismos públicos como el Registro Civil, cada vez que se solicita una partida de nacimiento o defunción, con el propósito de encabezar correctamente cualquier biografía modesta, o incluso relativamente banal. A veces, luego de haber empatizado con el funcionario de turno, tras explicar sucintamente por qué tiene su importancia un dato tan aparentemente trivial, cabe escuchar: “¿Ya ha probado usted en el cementerio? Allí también hay registros”. O: “Tal vez en la iglesia parroquial, porque seguramente sería bautizado”. E incluso: “Si viene usted con una autorización de la familia, problema resuelto. ¿Por qué no contacta usted con ellos?”.

Magnífico. Para tantear en los cementerios hay que saber dónde fue enterrado el difunto, y muchas veces hasta la fecha aproximada del óbito, pues la digitalización informática no ha llegado a todas partes. Con respecto a los natalicios, encomendémonos a la buena voluntad del sacerdote, a que los libros no ardieran durante la quema de iglesias republicana, o a que como sucede tan a menudo, los ratones no hayan dado buena cuenta de esos registros, o los volúmenes no salieran un día de las sacristías con rumbo a cualquier domicilio piadoso. En relación a las familias, la respuesta suele ser obvia. O el personaje en cuestión se fue sin descendencia y sus sobrinos apenas lo recuerdan, o emigró al cono sur americano, o su rastro se pierde irremisiblemente a partir de 1957, cuando finalmente lo pusieron en libertad tras una condena por combatiente “rojo”. Las leyes de Protección de Datos constituyen un obstáculo a menudo insalvable para el investigador amateur o profesional, el futuro doctorado, el docente inquieto, o esa especie cada vez más rara de historiador tenaz, concienzudo e inasequible al desaliento, según axioma de tiempos pretéritos. Todo ello, por ende, cuando mayor es nuestra desprotección ante los saqueadores de datos y el uso comercial, ideológico e incluso político de los mismos.

Marcador en la época del fútbol heroico, el que más dificultades ofrece al estudioso e investigador.

¿Quién no ha recibido llamadas de compañías eléctricas, suministradoras de gas, de telefonía e incluso de implantes dentales, tratamientos estéticos, organizaciones de caridad, plataformas viajeras o audífonos, con propuestas mercantiles de toda índole, tratándonos por nuestro nombre o apellido? En algunas, incluso, el teleoperador hasta se traiciona, descubriendo estar al corriente sobre con quién contratamos un día servicios parecidos. Y ello, después de que cada compañía mercantil, administrador de finca urbana, institución bancaria, O.N.G. o mercachifle, se haya visto obligado a contratar a su vez, por mor de la Ley de Protección de Datos, los servicios de otra compañía para custodiar con seguridad esos datos sensibles. Dicho de otro modo, con el propósito de que nuestra intimidad personal esté más protegida, su tratamiento, manipulación y control, no corresponde a media docena de empresas, sino a treinta, como mínimo. ¿Quién nos protege, realmente, del afán de lucro empresarial desprovisto de escrúpulos? ¿Y de los empleados infieles, con acceso a archivos? ¿Acaso cuando un gestor comercial de banca, seguros, viajes o cualquier otro servicio, decide pasar a la competencia, no lleva consigo, como bien preciado, su propia cartera de clientes? ¿No es eso, precisamente, su cartera, lo que adquiere el nuevo empleador? ¿Dónde queda entonces la legislación urdida para proteger nuestra propia intimidad?

Da igual presentemos ante el funcionario público nuestra documentación de investigador, la carta convenientemente membretada de alguna universidad, justificando el trabajo a realizar, o venir “de parte de”, porque si hoy siguieran existiendo ventanillas, nos daríamos de bruces ante ellas: “Lo siento, pero ya sabe que no podemos facilitarle ese dato”. Ni siquiera el vuelva usted mañana, de Mariano José de Larra, por lo menos inspirador de alguna esperanza. Los campos minados cada vez son más densos, tupidos y abundantes, amenazado convertir la Historia reciente en algo prohibido, pecaminoso… Prueba de ello es que para sus trabajos de contemporaneidad española, muchos historiadores deban buscar respuestas en los archivos desclasificados de Francia, Italia, Inglaterra, Estados Unidos o Alemania, anta la reserva absoluta de nuestro país. Porque hoy es más fácil arrojar nuevas visiones de acontecimientos medievales, renacentistas, o de los siglos XVII, XVIII, XIX, e incluso de los primeros años del XX, que de los últimos doce o catorce lustros. Para el pasado remoto contamos con los archivos de Simancas, Segovia, los del Reino de Aragón, de Indias o Cataluña. Para la modernidad, lindante a lo contemporáneo, con los legajos y cajas de Salamanca, Ávila, Alcalá de Henares o distintas Fundaciones. Pero ante la almoneda histórica, es decir la Historia más pegada a nuestras vidas, demasiado a menudo tan sólo hallamos la callada por respuesta.

¿Habrá que esperar 100 años para acceder a todo ese acerbo perdido bajo siete llaves? ¿Será accesible tan sólo cuando la memoria viva, los testimonios vivenciales -de tanta valía histórica-, hayan desaparecido sin dejar rastro? ¿Tanto miedo inspira la Historia Contemporánea?

Este no es foro para arengas ni condolencias, y por ello tampoco se antoja razonable ensopar pañuelos en la amargura lacrimógena. Ciñámonos tan sólo a algunos ejemplos ilustrativos, con el fútbol de por medio, puesto que después de todo una imagen sigue valiendo tanto como mil palabras.

En la imagen Juliá, futbolista del Europa barcelonés, el año 1924. Muchas veces los Registros Civiles constituyen última esperanza para el investigador de una época en la que no suelen abundar los rastros.

Hace algún tiempo, cuando tratábamos de completar las filiaciones y trayectorias de todos nuestros internacionales absolutos, rastreando hemerotecas parecía imposible dar con la fecha natal de un convocado que a la postre no habría de debutar. Ni en entrevistas a vuelapluma, gacetillas, semblanzas domingueras, o en la necrológica, surgía el menor rastro. Las fichas federativas que sobre él fue posible hallar, tampoco resolvían dudas. Y así las cosas, la única senda practicable conducía hacia el registro, donde la negativa fue contundente: “Pues mire, tenemos el dato, sí, pero no se lo puedo facilitar”. Ello, además, después de haber justificado las razones de nuestro interés, explicando que la vía familiar estaba cerrada, que su defunción databa del nefando verano de 1936, y ya había llovido desde entonces, así como que, obviamente, tanto interés no respondía a hipotéticas reclamaciones de herencia o bienes raíces, apropiaciones de identidad o litigio de cualquier índole.

Ante la evidencia de que ese “no” representaba una negativa categórica, se dejó correr las calendas antes de reincidir, esta vez con el soporte de un escrito universitario debidamente cumplimentado, vía fax. Pues tampoco. Un dato que probablemente interesara a bien pocos permanecía custodiado con más esmero que el santo grial. Pero la terquedad del investigador puede ser mucha cuando lo retan, y aquello ya era una cuestión de honrilla personal. De modo que se continuó dando palos de ciego aquí y allá, rastreando álbumes familiares de conmilitones, también difuntos, de descendientes y periodistas de la época, sacristías, residencias de ancianos… Hasta que sonó la flauta, en forma de gatera punto menos que inverosímil. Aquella fecha, por cierto distinta a la ofrecida en algunos portales de internet, veía por fin la luz. Y lo que es mejor, encajaba con todos los signos de veracidad.

Sin ánimo de comparar personajes, suponiendo que antaño se hubieran puesto tantos impedimentos en los casos del Duque de Lerma, Espronceda, Leandro Fernández de Moratín, el pintor Madrazo, Santa Teresa de Jesús, Daoiz y Velarde, José Ulloa “Tragabuches”, el carlista Cabrera, Zorrilla o el Marqués de la Ensenada, es probable que hoy tuviéramos de ellos unas biografías por demás cojas. ¿A quién beneficia el desconocimiento gratuito? O si se prefiere, ¿qué daño hace conocer la verdad?

Niceto Alcalá-Zamora, presidente de la II República Española, aunque al publicarse en el extranjero escuetos titulares de “Zamora, presidente de la nueva república en España”, hubiese quienes entendieran que nuestro mito bajo los tres postes había saltado con éxito a la vida política.

Por no abandonar la ejemplificación anecdótica, siendo presidente de la Real Federación Española de Fútbol el vizcaíno Ángel Mª Villar, se decidió conformar un museo del fútbol. O como mínimo del fútbol federativo y, por ende, de nuestra selección nacional. Alguien pensó entonces, con muy acertado criterio, que en el mismo debían lucir las partidas de nacimiento de la selección olímpica en Amberes, puesto que aquella no sólo había sido la primera comparecencia de nuestro cuadro nacional, sino la rúbrica del primer éxito balompédico siquiera fuese en forma de plata, como correspondía al subcampeonato. Entonces los registros aún no se habían vuelto impermeables, y la sorpresa llegó en el acta de Ricardo Zamora Martínez, el gran ídolo futbolístico de los 20 y 30 en el pasado siglo, hasta el punto de otorgársele por apodo “El Divino”. Su fecha natal y de inscripción en absoluto concordaba con la que siempre facilitara sobre sí mismo. ¿Dónde estaba el error? ¿Por qué alguien iba a mentir a sabiendas sobre tal cuestión? Pero lo llamativo no sólo se concretaba en ese día mes y año, sino en una circunstancia biográfica emanada de la propia partida, raramente incluida en cuantas glosas se escribieron sobre él, por cierto abundantísimas.

Bueno, al fin y al cabo tampoco es que Zamora fuese tan importante, pensará alguien, sin que le falte razón. No descubrió la penicilina ni creó realidades virtuales; no compuso sinfonías como Beethoven, ni epigramas como Marco Valerio Marcial; no inventó el pararrayos ni se le ocurrió la teoría de la relatividad. Pero fue merecedor de un espacio enciclopédico, aunque sólo fuere por trascender del mito. Y ello se explica, entre otras razones, por los telegramas de felicitación que recibiera desde el otro lado del océano cuando Niceto Alcalá-Zamora fuera elegido primer presidente de la II República Española, el 11 de diciembre de 1931. Para esos comunicantes, Zamora y español merecedor de semejante honra, tan sólo podía haber uno, a lo que se ve: el todavía cancerbero internacional. Este tipo de cosas no suelen darse al común de los mortales, ¿verdad?

Ficha federativa de Ricardo Zamora Martínez, que cuando se inmiscuyó en la política fue como redactor de un medio informativo, y habría de pagarlo con su apresurada salida hacia Marsella.

Otro hecho relacionado con la dificultar para acceder a datos futbolísticos tuvo por epicentro a un joven que sólo sería alineado en nuestra categoría reina una tarde; la de la huelga de jugadores profesionales, reventada por los clubes de 1ª y 2ª División formando con equipos juveniles y amateurs. Años después de aquella efeméride, recopilar filiaciones distó mucho de ser tarea sencilla, puesto que parte de aquellos meritorios jamás alcanzaron la semiprofesionalidad. Entonces las agrupaciones de exfutbolistas o viejas glorias, apenas si constituían un esbozo de lo que más adelante iban a ser. Solían estar compuestas por residentes en la ciudad del equipo, o sus inmediaciones, y básicamente quedaban para entrenar de cara a partidillos benéficos. Por supuesto y salvo raras excepciones, no eran órganos dependientes del club, como hoy sucede, ni incluían entre sus metas el loable socorro al compañero necesitado. Aquella fue casi siempre una vía muerta. Las Federaciones Territoriales, por no variar, condujeron al descarrilamiento. Lo mismo que la hemeroteca, e incluso a veces el interrogatorio, foto en mano de equipo para aquel partido, entre compañeros ocasionales con más suerte deportiva. “Pues no, no me suena; no sé quién es”. O: “Sí, coincidimos unos pocos meses, pero le perdí la pista. Se llamaba Fulano, o Mengano -normalmente el nombre con que fuera alineado esa tarde-; estudiaba y por eso se le congeló la afición”. El caso es que con aquel futbolista no había manera. Hasta que por casualidad, esas casualidades que según nuestro añorado Félix Martialay llegaban “tras mil palos de ciego y cien velas al santoral”, descubrí que había estudiado Derecho, aprobado oposiciones a la judicatura y ejercía en una localidad mediterránea.

“Por fin”, pensé. Y rápidamente busqué el teléfono de aquel juzgado, pasando de mano en mano por tres o cuatro interlocutores, sin lograr mi propósito. “Quisiera saber si podría facilitarme la fecha y lugar de nacimiento del Sr. Juez”, indicaba, designándolo por su nombre y apellido, puesto que para entonces ya eran secreto desvelado. Y a continuación añadía el porqué de mi interés: “Verá, ese señor jugó un partido de primera División tras convocarse una huelga de futbolistas profesionales y…”

Y nada, puesto que fui despachado con elegante rebolera afarolada.

Al día siguiente recibí una enigmática llamada, inquiriéndome si había sido yo mismo quien se interesaba por la identidad del Sr. Juez: “No exactamente su identidad –argüí-, sino la fecha de nacimiento. Y mi interés radica en que…” Desde el otro lado del hilo me interrumpieron, amablemente pero con energía: “Sí ya sé, quiere completar su ficha deportiva porque fue futbolista, pero esto es un juzgado, no la Federación”. Tras brevísimo silencio, a través del hilo, porque corrían tiempos de tecnología analógica, mi interlocutor se presentó como responsable de seguridad en aquel juzgado, añadiendo: “Usted reside en el País Vasco, ¿verdad? Entonces seguramente comprenda las razones que convierten a cada miembro del poder judicial, a su vida pública y privada, en materia muy reservada”.

Desde luego que lo entendí. Vivíamos días para no olvidar, con una organización terrorista dedicada a la extorsión, el secuestro y los asesinatos mafiosos, para quienes la judicatura contaba como enemigo prioritario. Pedí disculpas humildemente y mi interlocutor, al fin, dulcificó su tono mientras nos despedíamos. Punto y aparte, aunque no punto y final. Porque si ese no era el camino, tal vez existieran otros.

Transcurridos varios meses, aquella ficha seguía abierta. Y la casualidad, otra casualidad después de nuevas puertas cerradas, me llevó a cruzar caminos con cierto abogado cuya actividad profesional solía llevarle a territorio levantino. “¡Hombre! -le dije-. Entonces tendrás contactos con abogados ejercientes en esa zona”. Y como su respuesta fuere afirmativa, tardé poco en contarle la historia del futbolista efímero, su probable continuidad como juez en esas tierras y mi bochorno telefónico ante aquel miembro de la seguridad del estado. “Pues mira -me apresuré a enhebrar-, quizás alguno de tus contactos pudiera…” Garrapateé en una servilleta de bar el nombre y apellidos que para entonces podía incluso recitar en sueños, y dejé correr las jornadas, sin grandes expectativas. Alrededor de una semana después, escuché telefónicamente la voz de ese abogado: “Apunta. Pero me debes una invitación, que conste”. Y comenzó a desgranar los datos, tan esquivos hasta entonces. Lo más curioso, según me dijo, es que la averiguación no comportó ningún esfuerzo. En el reducido ambiente judicial se conocían todos.

Un caso de éxito entre muchísimos tropiezos, porque los campos hasta entonces relativamente diáfanos comenzaron paulatinamente a aparecer minados. Tal vez no sea casualidad que el incremento de cortapisas a la investigación de nuestro pasado más reciente vaya unido a decisiones en materia educativa, como mínimo discutibles. Se podrá ingresar en la Universidad sin aprobar el bachillerato. La Historia dejará de ser en la enseñanza primaria una apasionante aventura cronológica. De la dominación visigoda quizás se salte al descubrimiento de América. De los enclaves fenicios al Siglo de Oro, y de las guerras carlitas a la toma de la Bastilla. Bonito popurrí, inconexo y deslavazado. Como además tampoco se estudiará Filosofía, aparte de no saber nada sobre Tales de Mileto, los atomistas o el método socrático, nada de Orígenes, Avicena, San Isidoro, Hildegarda von Bingen, Averroes, Maimónides, Roger Bacon, Giordano Bruno, Erasmo de Róterdam, Maquiavelo, Francisco de Vitoria, Descartes o Kant, tampoco habrá pensamiento crítico, piedra angular del libre albedrío. Puestos a ser malpensados, hasta cabría preguntarse si todo no irá encaminado hacia el empesebramiento borreguil, puesto que al fin y al cabo para gobernar rebaños basta con un perro fiel y la vara de avellano.

Siguiendo esa misma deriva, se antoja lícita otra reflexión: ¿Salen mejor preparados los licenciados de hoy, que los de hace treinta y cinco o cuarenta años? Conozco docentes que han suprimido de su oratoria las frases subordinadas, porque parte del alumnado se perdía o enredaba en ellas. ¿Cómo se accede actualmente a la Universidad? ¿Con qué mimbres de partida, para conformar el cesto? Tendría gracia que esa respuesta fuese, no ya negativa, sino entenebrecida por la duda, cuando se ha multiplicado por cinco -y no en términos dinerarios, sino de valor empírico-, la inversión en enseñanza a lo largo de los últimos lustros.

Durante mi tiempo en las aulas, un profesor de Economía nos recordaba insistentemente la diferencia entre invertir y despilfarrar. “La inversión nunca puede tratarse como un gasto -decía-, aunque nuestra Ley de Sociedades Anónimas permita introducir ciertos gastos en ese calcetín. La inversión siempre exige resultados, convénzanse. Y si los resultados no acompañan, es que no cabe hablar de inversión, sino de despilfarro”.

Pues eso. Además de adentrarnos por campos minados al tejer la historiografía de lo inmediato, pudiéramos estar hundiendo nuestros tobillos en el légamo del despilfarro.

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