RESUMEN:

Cuando apuntaba el verano de 1986, y luego de que la Liga Profesional cosechara en su lucha con los futbolistas una sucesión de derrotas judiciales, administrativas o dictadas por la opinión pública, casi cabría asegurar que en el seno de no pocos clubes se celebraba como victoria algún éxito del sindicato AFE, por el simple

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“El Decreto 1.006 y la firma del Convenio Colectivo”

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Cuando apuntaba el verano de 1986, y luego de que la Liga Profesional cosechara en su lucha con los futbolistas una sucesión de derrotas judiciales, administrativas o dictadas por la opinión pública, casi cabría asegurar que en el seno de no pocos clubes se celebraba como victoria algún éxito del sindicato AFE, por el simple hecho de no conllevar nuevos desembolsos a su costa. De varapalo en varapalo, parecían caminar firmemente hacia la rendición incondicional. Por ello, sin duda, tuvo escasísimo eco la sentencia que considerase al hasta hacía bien poco guardameta del Sporting gijonés Jesús Antonio Castro González, “inútil para su ejercicio profesional”. Y ello, tras la obligatoria inserción de los futbolistas en el régimen de la Seguridad Social, se traducía en el abono mensual y vitalicio como “jubilado por enfermedad”, de 87.375 ptas., revisables al alza cada fin de año en función de incrementos previstos en el coste de la vida. Se convertía, cuando un sol limpio llenaba de veraneantes cada arenal cantábrico y mediterráneo, en el primer jugador de fútbol a quien se reconociera tal derecho.

Castro, hermano del “Brujo” Quini, lo tuvo que sudar. Formidable portero, dotado de agilidad, reflejos, pero sobre todo excelente colocación, había sido internacional juvenil en 23 ocasiones, amateur 16 veces y Sub-23 en 4 oportunidades. Su padre también jugó como portero, sin pasar de la 3ª División asturiana, y él estuvo a punto de debutar con la selección absoluta más de una vez. El zarauztarra Iribar constituía entonces un obstáculo infranqueable, por más que el portero navarro José Lucrecio Luquín, suplente de Castro en El Molinón, asegurase a menudo: “Nada tenía que envidiarle. Yo puedo hablar de Iribar y veía a Castro entrenar a diario. Cada domingo hacía cosas imposibles para otros, pero claro, nunca salió de Gijón y aunque entonces el Sporting se codeara con lo mejorcito de Primera, los seleccionadores rara vez apuestan por gente con méritos y menos renombre”. Diecisiete temporadas bajo el marco asturiano, 13 de ellas en la élite, le supieron a poco según confesara cuando, lesionado seriamente en la espalda, tuvo que colgar guantes y botas. Los médicos lo consideraban inútil para la práctica deportiva, y valiéndose de ello la directiva gijonesa ya no contó con sus servicios. La Seguridad Social, sin embargo, ni por lo más remoto se avino a concederle la invalidez. “Si tuviera que subirme a un andamio, tirar de volante ocho horas o doblar el espinazo en la mina o un pesquero, me hubiesen arreglado la papeleta. Pero era futbolista, algo muy poco serio. Así que me hicieron pleitear”, confesó durante sus días amargos.

Jesús Castro, primer profesional del fútbol que percibió en España una pensión de invalidez por enfermedad incapacitante. El cromo corresponde al Campeonato 1977-78.

Con todos los informes de su intervención quirúrgica y peritajes médicos acerca de aquella hernia discal, José Manuel García Herrero, quien como Herrero II fuera compañero suyo mientras simultaneaba la práctica del fútbol con una licenciatura en Derecho, obtuvo por primera vez para alguien del gremio balompédico la incapacidad laboral permanente. Lástima que Castro pudiera disfrutar de su pensión y antiguas glorias tan poco tiempo. Siete años mal contados, puesto que el 26 de julio de 1993, en la playa de Pechón, vio a dos niños en serias dificultades cuando la corriente los arrastraba mar adentro. Sin pensárselo se lanzó al agua, arrastrando al primero hasta alcanzar suelo firme y empujando al segundo hacia la arena. Salvó a ambos, pero a costa de dejarse la vida entre el olaje. Un desfallecimiento, o a saber si aquella maltrecha espalda, se interpusieron entre su heroicidad y la línea costera.

Si por una vez algo bueno para los futbolistas no supuso ningún descalabro en la contabilidad de los clubes, meses antes la promulgación del Real Decreto 1.006 ya fue harina de otro costal.

Todo tuvo su origen al ser declarados trabajadores por cuenta ajena los futbolistas profesionales, lo que de paso se traducía en posibles cambios de empresa cumpliendo determinadas condiciones. Obviamente, no era de recibo que quienes hubieren firmado compromisos por dos, tres o cuatro años, empantanasen al patrón sin más ni más, cuando les viniera en gana. Máxime si ese contratante satisfizo sustanciosas cifras a terceros, en concepto de derechos federativos. Había que regular supuestos de tal índole, por tanto, como ocurriera mediante el Real Decreto 1.006/1985. Puesto que cada vínculo entre clubes y futbolistas era único en cuanto a duración, emolumentos, circunstancias transaccionales, previsible amortización de lo invertido y hasta cotización profesional, quedó a cargo de la judicatura establecer cuantías indemnizatorias al disolverse unilateralmente los acuerdos. La algarabía con que tal medida se recibiera es fácil de imaginar.

“Un caos -clamaron desde la Liga Profesional-. “A los clubes se nos despoja de todo derecho”. Agustín Domínguez, secretario general de la FEF, aún llegó más lejos: “Si a los futbolistas se les aplica la norma 1.006, dentro de poco estaremos como en la selva”. Juan José Iriarte, presidente de la AFE, no comulgaba con tanto maximalismo: “Ya estoy acostumbrado a que cualquier mejora profesional de los futbolistas se salude anticipando apocalipsis, remitiéndose a la ley de la selva o solicitándonos prudencia, porque estamos cargándonos el fútbol. Los tiempos han cambiado, y mientras haya dirigentes pensando así, va a ser difícil avanzar. Para nuestro colectivo los derechos individuales están por encima del propio fútbol”.

Al principio, sólo algún jugador modesto quiso cambiar de equipo antes de expirar su vínculo, sirviéndose del Real Decreto. En unos casos hubo pronunciamiento judicial y en otros, ente el temor de ambas partes a un arbitraje lesivo, se optó por asumir acuerdos en la antesala de Magistratura. Como aquellas cuantías indemnizatorias no iban a arruinar ni engrandecer a nadie, apenas si constituyeron noticia. No pudo decirse lo mismo cuando Francisco Llorente, extremo del At. Madrid y sobrino de Paco Gento, o el mexicano Hugo Sánchez, ariete del Real Madrid, anunciaron su intención de rescindir contratos sometiéndose al dictamen de la judicatura. Jesús Samper, entonces, secretario de la Liga de Fútbol Profesional, saltó a la palestra: “La AFE no quiere llegar a ningún acuerdo y cada día pide más cosas. Ignoran alegremente el daño que esto puede causar al fútbol”. De nuevo Juan José Iriarte quiso templar gaitas: “El hecho de que las cuantías ante esas rescisiones sean fijadas por la Jurisdicción Laboral, no debe perjudicar a nadie. Los jueces dictan sentencia sobre infinidad de conflictos sin que nadie se escandalice”. Un directivo de club acostumbrado a navegar en mitad de la tabla, pero con cierto joven prometedor en su elenco, adujo, supuestamente “off the reccord” -negado por el informador-, que los jueces no estaban para decidir dónde debía actuar ningún futbolista, sobre todo porque podían ser al mismo tiempo juez y parte, al añadir: “¿O se allanará alguno, si le tocase decidir a favor o en contra de su equipo?”.

El propio Iriarte, en declaraciones al periodista madrileño A. Cubero, puso a varios en su sitio: “¿Acaso se quejaron los clubes, o se convulsionó la opinión pública cuando el Mallorca rescindió el contrato con su jugador Benedé?. ¿O cuando el Cádiz hizo lo mismo con Bocoya y Claudio?. Entonces la Liga Profesional se calló y nadie hizo amago de rasgarse las vestiduras. Tanto la FEF como la Liga son culpables de esta situación, negándose a negociar seriamente. ¿Por qué no se aborda de una vez el Convenio Colectivo?”.

Llevaba razón. Dicho asunto permanecía encasquillado desde hacía meses, por más que al abolirse el derecho de retención pareciera correrles prisa a los clubes. Luego, cuando se declarara ilegal el siempre negado pacto de caballeros -aun existiendo pruebas del mismo-, consistente en aceptar el abono de un canon por supuestos derechos formativos, la Liga Profesional trató de introducir con calzador fórmulas similares en el Convenio. Si bien la AFE se avino a estudiar alguna, fijando límites de edad, los representantes de los clubes siguieron enrocados. Sin expresarlo abiertamente, buscaban un sustitutivo de su antiguo derecho sobre los futbolistas, desvirtuando de paso cualquier vencimiento contractual. El propio Ministerio de Trabajo tuvo que designar a Manuel Sancho presidente de la mesa negociadora, sin que su buen trabajo bastase para acercar posturas. Los representantes de los clubes habían hecho de la cuestión un todo o nada en Waterloo, sin advertir que el sindicato se hallaba cómodo con el Decreto 1.006 y vencimientos contractuales sin ninguna coletilla.

Llorente cambió de club y camiseta, aunque no de residencia. Cruzó del Manzanares al estadio Santiago Bernabéu por 50 millones de ptas., cifra inferior a lo que hubiera representado su hipotético traspaso, tomando como referencia las salidas de Marcos Alonso o Julio Alberto, también desde la entidad “colchonera”. Dorna, empresa de representaciones e intermediación deportiva, acababa de entrar por la puerta grande con el tan manido Decreto bajo el brazo. Y cuando a Vicente Calderón le pusieron grabadoras y micrófonos delante, no anduvo por las ramas: “Siendo presidente de la Liga de Fútbol Profesional intenté sentar unas bases que impidieran cuanto hoy está ocurriendo. Jesús Samper puede dar fe de ello. Ha pasado bastante tiempo y el Decreto 1.006 institucionaliza la libertad del mercado. Hoy impera la ley de la oferta y demanda”.

Llorente se había fraguado en el Real Madrid, hasta que sus técnicos dejaran de contemplarlo como posible jugador del primer equipo. Entones fue acogido por el club rojiblanco, y según sus peñistas y aficionados se iba a ir como un traidor. También desde otros clubes se dirigían críticas al Real Madrid, tildándolo de prepotente, oportunista y desleal. El comunicado que emitiera la casa blanca, con un escuetísimo “nosotros no entablamos conversaciones con Llorente, ni con ningún otro jugador que no venga con la carta de libertad bajo el brazo”, distó mucho de apaciguar los ánimos. Vicente Calderón respondería a unos y otros con muchísima sorna: “Ahora a lo peor, cuando han visto cómo se ha puesto el patio de revuelto, optan por no concretar la operación y me lo devuelven. En fin, que Paco esté tranquilo. Si fuera repudiado otra vez por los vecinos, que no dude del Atlético. Somos de condición humilde y volveríamos a recibirle por segunda vez con los brazos abiertos”. Como suele ocurrir en estos casos, el jugador callaba o lo resumía todo en respuestas de manual: “No he traicionado a nadie. Tuve una oferta que me pareció mejor y la he aceptado. Me llevo un buen recuerdo del Atlético y mi único motivo de disgusto se relaciona con los silbidos de esta última etapa, cuando se habló de mi salida”.

Paco Llorente en un cromo de la temporada 1988-89, después de acogerse al Real Decreto 1.006 para ingresar en el Real Madrid.

El vallisoletano Francisco Llorente Gento (21-V-1965) compitió 7 años con el Real Madrid y 4 con la Sociedad Deportiva Compostela, tras permanecer unos meses sin equipo al salir del estadio Bernabéu. “El Lechu”, como fuese apodado en el vestuario “merengue” por su condición de vegetariano, tenía acreditados 11 segundos en los cien metros, desbordaba con facilidad pero a sus centros solía faltarles precisión, y tampoco destacaba como anotador. Fue internacional Sub-21 en 5 ocasiones, otras tres veces con el entonces denominado cuadro olímpico, y absoluto en una oportunidad. Aunque celebrase 3 títulos de Liga, otros tantos de Supercopa y 2 de Copa, alternó la titularidad con largas etapas de suplencia, dejando tras sí estela del futbolista que pudo haber sido y nunca acabara de cuajar. Ya retirado regentó junto a uno de sus hermanos, el baloncestista Toño Llorente, el “Gimnasio Físico” en Majadahonda. Hugo Sánchez, en cambio, odontólogo además de futbolista, fracasó en su intento de acogerse al mismo decreto. No por hallar impedimentos legales, sino porque o bien nadie estuviese dispuesto a asumir la previsiblemente alta indemnización judicial, o porque contando con ella ya resultara menos jugosa cualquier nueva ficha futura. Siguió en el Real Madrid, regalando goles a la entidad y volteretas a un público habitualmente entregado.

Una cosa sí logró Paco Llorente con su fuga del Manzanares: escarmentar a varios presidentes de clubes. Quienes tenían, o estaban convencidos de poseer rutilantes estrellas a medio pulir, se tentaron la ropa de inmediato. Nada les garantizaba no ser los siguientes damnificados. Tanto Dorna como cualquier entidad potente, pudieran penetrar en las canteras como hunos, llevándose lo mejor a precios casi simbólicos. Debían blindar en la medida de lo posible a sus jóvenes más destacables. Y ante tal panorama, el tantas veces postergado Convenio Colectivo iría tomando cuerpo.

El 30 de junio de 1987, después de dos años de diatribas inanes, Juan José Iriarte, presidente de la AFE, Javier Gómez-Navarro, Consejero Superior de Deportes, y Gerardo Martínez Retamero, vicepresidente de la Liga Profesional, ante la ausencia de Antonio Baró, pudieron sonreír a las cámaras. Desde que en mayo de 1981 tuvo lugar el primer acuerdo entre futbolistas y Liga Profesional, con vigencia hasta 1983, todo habían sido encontronazos, acusaciones de incumplimiento, zancadillas y ambiente turbio. Por fin asalariados y patronal, clubes y jugadores, artistas y empresarios, dispondrían de un convenio marco, bien es cierto que sobre un suelo todavía sembrado de cristales. Los titulares de muchos medios también celebraron con alarde tipográfico lo que se antojaba triunfo sindical de la AFE: “Los futbolistas imponen su ley”. “La Liga Profesional, arrodillada”. O “Mucho viaje, para alforjas tan vacías”. Otros optaron por mostrase más comedidos: “El Convenio Colectivo salva a la cantera”. “Liga Profesional y AFE se muestran esperanzadas”. “Las negociaciones duraron veinte horas”. O “No habrá indemnizaciones de formación y preparación”.

Casi todos los presidentes, incluso aquellos que menos atención venían prestando a sus canteras, quisieron dejar clarito ante los reporteros que mediante la firma resultaría posible seguir trabajando el fútbol base. Algo harto discutible, porque el Convenio ni mucho menos anulaba los efectos del Real Decreto 1.006. Bien al contrario, mantenía su vigencia. Tuvo que ser el secretario de la LFP, Jesús Samper, quien expresara en mejores términos qué motivó su pláceme: “Si las cosas hubieran seguido como hasta ahora, todo el poder seguirían detentándolo los jugadores. Así era absurdo invertir en la formación de nuevos futbolistas. Se ha evitado liberalizar el mercado de fichajes, lo que se traduciría en una exagerada elevación de precios y abundamiento de diferencias entre los clubes potentes y los menos adinerados”.

A los futbolistas y sus representantes les costaba disimular tanto optimismo: “Todo es mejorable, pero al menos este convenio garantiza cierta seguridad. Ahora conviene firmar la paz con los clubes, sin perder de vista futuras reivindicaciones”.

Como el triunfo en muchas batallas depende menos de los generales enfrentados, que de la épica atribuible a sus cronistas, bueno será exponer el antes y el después del acuerdo suscrito, para que cada cual juzgue por sí mismo:

Antes de firmase el Convenio Colectivo:

Derechos de prórroga.- Con el primer contrato profesional, los clubes podían retener a su futbolista hasta un máximo de 4 años.

Lesiones e incapacidad laboral.- Los clubes pagaban sueldos y primas a sus jugadores mientras durase su incapacidad laboral transitoria.

Cobro de haberes.- No existía ningún Fondo de Garantía Salarial.

Deudas con los futbolistas.- Sólo ocasionalmente fueron asumidas por la Liga de Fútbol Profesional.

A partir de la entrada en vigor del Convenio:

Derechos de prórroga.- Se establecían indemnizaciones muy limitadas, no cánones, achacables a formación y promoción. Abarcaban a jugadores cuya edad estuviese comprendida entre los 18 y 24 años, fijándose por tal concepto unas cuantías indemnizatorias ejecutables tan sólo en el supuesto de abandonar la entidad. Los futbolistas que no fueren fichados por otro equipo al concluir su contrato, e interesasen al detentor de los derechos, percibirían el 6 % de la cifra fijada como indemnización, además de lo pactado como ficha, salario y extras. Con esa fórmula, copiada de Bélgica y algún otro país centroeuropeo, se pretendía evitar abusos que enmascarasen, de facto, un nuevo derecho de retención hasta los 24 años. Quienes establecieran cláusulas desmesuradas, purgarían su avaricia viéndose obligados a devengar en el futuro fichas más suculentas.

Salario mínimo de los jugadores.- 2.800.000 ptas. de ficha en 1ª División, y 1.400.000 en 2ª. Siempre, sueldos mensuales y primas aparte. Tómese como referencia que el salario medio en España se cifraba ese año, según el INE, en 1.072.321 ptas. Igualmente se reconocían los derechos de imagen como percepción salarial de los futbolistas, con la única salvedad de las retransmisiones deportivas; no recibirían ni un céntimo por el hecho de televisarse partidos.

Lesiones e incapacidad laboral.- Los clubes asumían al 100 % de los ingresos pactados con cualquier jugador, mientras durase su incapacidad laboral transitoria.

Indemnizaciones especiales.- Ante supuestos de accidentes con resultado mortal, los clubes socorrerían a la familia del finado con 4 millones de ptas.

Cobro de haberes.- Se creaba un Fondo de Garantía Salarial, mediante la aportación de 150 millones anuales desde la Liga. Su objetivo era cubrir cualquier deuda con los jugadores, bien entendido que éstos sólo podrían exigir como máximo el 200 % del salario mínimo interprofesional. Las deudas podrían ser reclamadas con una retroactividad máxima de dos años.

Donaciones.- La Liga Profesional destinaría 15 millones de ptas. cada dos años, para constituir un Fondo de Cultura. Se comprometía igualmente la organización de un partido anual con estrellas españolas y extranjeras de la Liga, en beneficio de la AFE.

Castigo a los clubes morosos.- No serían condenados al descenso de categoría, tras evidenciarse la futilidad real de esa medida. Tan sólo causaban baja en la LFP, con la consiguiente pérdida de ingresos al quedar fuera del Plan de Saneamiento.

Decreto 1.006.- Cualquier futbolista, independientemente de su edad, podía rescindir contratos unilateralmente. Si se tratara de profesionales menores de 24 años, las cláusulas fijadas por sus clubes carecerían de efecto, correspondiendo la indemnización al criterio judicial.

Huelga indicar que ese convenio colectivo ni puso fin a las discrepancias entre clubes y jugadores, ni apagó el apetito de la AFE, conforme ya avanzase uno de sus portavoces al advertir que no iban a perder de vista futuras reivindicaciones. Una de ellas, aparcada tras la huelga de 1984, consistía en arrancar al Ministerio de Hacienda una declaración de rentas irregulares. Tras aquel conflicto se decidió concentrar esfuerzos en la firma de algún acuerdo marco con la LFP, y una vez conseguida esta meta volvió a situarse el foco en los tributos. Máxime cuando el 29 de agosto la propia AFE situara conscientemente su pelota sobre el alero del ente recaudador: “Los contratos que llegan a la Federación difieren con respecto a lo pactado en contratos privados -aseguró José Luis López, coordinador general de la Asociación de Futbolistas-. Son inferiores”. Y haciendo gala de notable habilidad, conectó este hecho con la antigua reivindicación tributaria: “En especial siempre hemos pedido que las primas de fichaje, al ser variables y nunca por un periodo amplio, sean declaradas irregulares. Puesto que nunca se consiguió, el futbolista sigue declarando todos sus ingresos anuales, y este hecho ha dado lugar a la formulación de dos contratos entre club y jugador; uno con destino a la Federación, y otro de consumo interno. En el de la Federación esas primas de fichaje acostumbran a ser inferiores”.

José Luis López, gerente de la Asociación de Futbolistas. Puso el dedo en la llaga al hablar de dobles contratos entre clubes y futbolistas.

Más que una buena polvareda, aquellas palabras levantaron todo un incendio forestal. Desde hacía algún tiempo, el polifacético artista Pedro Ruiz impulsaba su movimiento de insumisión fiscal entre gentes de la farándula, toreros, escritores y futbolistas populares, con el propósito de obtener una mirada más justa desde Hacienda, ante ingresos de por sí muy fluctuantes. De inmediato en la Agencia Tributaria sonaron todas las alarmas. Si en el fútbol existían dobles contratos, es porque había dobles contabilidades. Dinero negro en clubes que cada año percibían montañas de millones, procedentes del Plan de Saneamiento. ¿Cabía mayor desfachatez?. Por otra parte, ¿quién pagaba menos al fisco cada primavera?. Probablemente los profesionales de gran caché, quienes menos riesgo corrían ante hipotéticos impagos o quitas de sus clubes, puesto que a la hora de denunciar deudas, los débitos se referían obviamente al contrato visado por la Federación. Sólo faltaba que unos cuantos millonarios del balón hiciesen novillos fiscales, con la aquiescencia de su patronal.

El Ministerio de Hacienda cursó un escrito a todos los clubes profesionales, rogando “envíen las percepciones reales de los jugadores de su plantilla, correspondientes a las temporadas 83, 84, 85 y 86”. Al mismo tiempo la prensa despachaba titulares escandalosos: “La Liga Profesional reconoce la existencia de dobles contratos”. “El fútbol no paga a Hacienda”. “Golazos en el portal de Hacienda”. “Hacienda pone su lupa en los futbolistas”. Desde las ondas radiofónicas, en uno de los magazines matinales se escuchó: “Si los ricos también lloran, me parece que ahora les va a tocar llorar a los futbolistas”. Alusión a una popularísima radionovela del pretérito, e indirectamente a otra no menos popular serie televisiva titulada “Hombre rico, hombre pobre”, rebautizada por muchos telespectadores talluditos como el antiguo culebrón.

La revista “Interviú”, que alcanzase ingentes tiradas combinando desnudos femeninos con “robados” ficticios y reportajes pretendidamente escandalosos, también quiso chapotear en “el dinero negro del fútbol”, sin ofrecer otra cosa que vaguedades, presunciones y un discurso populista. Más profesionalidad puso el diario “Marca” a partir del 4 de setiembre, con resultados muchísimo mejores.

Sus reporteros tuvieron acceso a un considerable número de contratos oficiales, presentados ante el Instituto Nacional de Empleo (INEM), FEF y Liga Profesional. En no pocos casos existían diferencias de bulto con cuanto venían a liquidar parte de los profesionales balompédicos. El brasileño Alemao, por ejemplo, teóricamente sólo percibiría 13 millones de ptas. anuales en concepto de ficha, más un sueldo mensual y primas. Cuando llegó a España para ingresar en el At. Madrid, voces muy bien informadas situaron sus emolumentos en la treintena de millones por campaña. Futre, igualmente del At. Madrid, “cobraría” 30 millones anuales, y no los 45 ampliamente cacareados. Cuando en mayo de 1988 el club “colchonero” tuvo problemas para ponerse al día en pagos, trascendió que Futre debía cobrar no 45, sino 100 millones brutos. Los contratos como “merengues” de Butragueño (31 millones) y Hugo Sánchez (43), estaban a años luz de los 100 y 75 pactados para esa misma temporada, al formalizar sus respectivas renovaciones. Tampoco tenían desperdicio las cifras reflejadas en el vínculo de Schuster con el F. C. Barcelona: 7 millones para su primera campaña, y 15 en la recién vencida. Ante tales evidencias, desde la Liga de Fútbol Profesional reconocieron al periodista Enrique Ortego “saber positivamente que determinados clubes considerados grandes, formalizan dos contratos con sus jugadores; uno con destino a la Federación, INEM y la LFP, y otro privado entre entidad y jugador”. Como no denunciar hechos presuntamente constitutivos de delito fiscal pudiera acarrear complicaciones legales, portavoces del mismo órgano añadieron no creer que el pago de esos dobles contratos saliera de ninguna caja negra, “pues aunque no tenemos conocimiento, creemos que retienen a sus jugadores las cantidades estipuladas por Hacienda también en esos dobles contratos. Los jugadores, por lo tanto, se verían en la necesidad de declarar todos sus ingresos”.

Real Betis Balompié. Hipólito Rincón, anteúltimo por la derecha, arriba, junto al portero Cervantes. Según su presidente, Martínez Retamero, el mejor pagado de la entidad con 11 millones de ptas. anuales. Algo no cuadraba, si Fantaguzzi liquidaba algo más de diez y medio netos.

Beatífica visión del mundo financiero. ¿Qué sentido tenía, entonces, la duplicidad contractual?. Simplemente, la Liga Profesional se empeñaba en no reconocer un fraude relativamente generalizado al fisco, para no quedar señaladísima. Como prueba, las palabras con que Jesús Samper respondiera a la pregunta del propio Ortego, sobre por qué no exigían a los clubes tanto la remisión de contratos públicos como privados: “La Liga se rige por normas de la Federación, y es ésta quien ha descuidado la realidad de esos contratos paralelos, no exigiendo que se incluya todo en la documentación a enviar”. Como prueba de buena voluntad, Samper enhebraba loables propósitos para el futuro inmediato: “Nosotros queremos conocer los contratos suscritos, aunque estén compuestos por tres subcontratos. Queremos que todos estén registrados debidamente. Otro dato que pretendemos tener es un control de fichas año a año. Ahora se realiza por toda la duración del contrato, cuando lo más lógico sería llevarlo a cabo temporada a temporada”.

Si la Liga Profesional lograra llevar a cabo tan loable propósito, se evitaría una práctica habitual, como era renovar vínculos a mitad de campaña, sin dar parte de las nuevas cláusulas a la Federación Española o el INEM. A ese respecto, Samper reconocía: “Normalmente nos enteramos de esas mejoras por la prensa”.

Ortego y sus compañeros de “Marca” acabarían dilucidando que en ciertos casos no eran dos los contratos suscritos, sino tres. El oficial, el privado, y el de imagen. Éste último, al que se habrían adherido últimamente Hugo Sánchez y Butragueño, amparaba la concesión al club de todos sus derechos publicitarios o de imagen, a cambio de cuantías millonarias. Cuando la FEF fue interrogada acerca de esas duplicidades contractuales, tan sólo hubo encogimiento de hombros: “No podemos movernos por suposiciones. Si un club nos manda un contrato laboral, hemos de creer las condiciones reflejadas, sin incurrir en suspicacias. Lo que está claro es que el jugador, en caso extremo, únicamente podrá reclamar lo contemplado oficialmente, y nunca otras cantidades”.

Arconada, caricaturizado por García Lorente. Su contrato con la Real Sociedad, visado por la FEF en la que se anunciaba como última campaña en activo, suscitada grandes dudas. No parecía a tono con el internacional indiscutible y mito del club donostiarra.

Durante aquel mes de setiembre casi todos los clubes de 1ª División proclamaron su inocencia. Gerardo Martínez Retamero, que a su condición de presidente bético unía la vicepresidencia de la LFP, aseguró no tener en su entidad ningún doble contrato. Hipólito Rincón seria el jugador mejor pagado, asegurándosele, además, un partido homenaje. Luis Miguel Arconada, pensando ya en colgar las botas el 30 de junio próximo, cobraba oficialmente 18 millones de ptas., una cifra que pocos consideraron auténtica cuando desde el club donostiarra se adujo operar con luz y taquígrafos. Real Madrid y Barcelona afirmaron hallarse en inspección permanente por el Ministerio de Hacienda, circunstancia que en buena lógica imposibilitaría cualquier práctica ilegal. Sin embargo tanto alarde de inocencia no evitó aflorase una sospecha viejísima: la existencia de cajas negras, fondos de reptiles o cajas de seguridad a nombre de particulares, contratadas con distintas instituciones financieras. En otros países quedaron al descubierto prácticas similares, derivándose duras sanciones deportivas y condenas judiciales. Pero claro, España era diferente.

Cuando Jesús Samper y Martínez Retamero salieran al paso de tales sospechas formando un dúo, no lograron convencer a casi nadie: “Todo eso (del fraude sistemático) sería excepcional, y además tampoco está demostrado. Reafirmamos nuestra convicción de que en la mayoría de los clubes no existen cajas “B”, entre otras cosas porque tal y como está montado el fútbol español, es muy difícil desviar fondos. Máxime ahora, cuando todos los clubes están auditados y controlados fiscalmente por la Liga”.

Claro que existían fórmulas para evadir cualquier control. Desde hacía un buen puñado de lustros bastaba con no contabilizar parte del ingreso en taquillas. La impresión de entradas corría a cargo de cada club, y nada tan fácil como duplicar la numeración en varios tacos, sobre todo para graderíos de a pie, poner un juego a la venta y reservar el otro en depósito, por si algún día compareciese cualquier funcionario pidiendo explicaciones. Así se iban constituyendo fondos de reserva no sólo para pagar en negro, sino ante eventualidades tan odiosas como la compra de partidos. Más adelante, con la afluencia de fichajes extranjeros, era imposible seguir el rastro a tantas partidas destinadas a sufragar traspasos. ¿Quién o quiénes percibían las habituales comisiones?. ¿A través de qué intermediarios o empresas de representación se llevaban a cabo las operaciones?. ¿Cuánto costaban en realidad esos futbolistas foráneos, y qué cantidades iban quedando por el camino?. Cualquier invocación a una honestidad generalizada, viniendo de donde provenía el fútbol, era puro llamamiento a la fe.

Acerca del vínculo entre dinero negro y compraventa de resultados, existen multitud de ejemplos. Por no apartarnos del periodo narrado, centrémonos en la denuncia que el presidente del Hércules alicantino realizara el 21 de abril de 1988. Una entre muchas cuando los campeonatos encaraban su recta final.

Cierto exfutbolista dedicado a la intermediación de jugadores, residente no muy lejos de la capital alicantina, se descolgó ante Emilio Orgilés, máximo mandatario herculino, poniendo precio a la permanencia de la entidad en 2ª División. Más en concreto, se ofrecía a arreglar el partido Cartagena – Hércules. Los hechos ocurrieron en el Hotel Fontana, de Torrevieja, lugar de concentración blanquiazul, antes de partir hacia el campo de Cartagonova. Fue el propio Orgilés quien confirmó ese contacto: “Efectivamente, se me hizo una propuesta, pero no vamos a entrar en fórmulas antideportivas. Hemos de salvarnos sobre el césped, por nuestros propios medios. Además quiero recordar a los jugadores que si el Hércules desciende, no habrá forma de pagar a nadie. Hay muchas deudas y un descenso impediría salir adelante”.

El club alicantino vivía días amargos. Además de tropezar con deudas nuevas tan pronto se tiraba de cualquier cajón, la posibilidad de verse en 2ª “B” era tan real que, de hecho, en junio abandonaba la categoría de plata. Ese choque en Cartagena acabó resolviéndose con igualada a 3 goles, pero el próximo enfrentamiento al Málaga pudiera ser decisivo. “A estas alturas de la competición, es muy probable que no sea el Hércules único equipo tocado – lucubraba el informador Luis A. Prieto-. Y algún directivo puede acabar mordiendo el anzuelo”. Obvio. Quienes tendían la caña rara vez eran personajillos advenedizos. Repetían año tras año, conscientes de que al final caerían peces, tanto si nadaban en plena deriva económica, como con reservas dinerarias. Por eso reincidían; por eso subsistía esa especie de bandolerismo balompédico. Pagaban quienes disponían ya de dinero negro, o cuantos para resarcirse a posteriori hilvanasen toda suerte de artimañas contables. Cualquier cosa con tal de ahuyentar al ogro del descenso.

Entrada del antiguo campo del Arcángel, para un Córdoba – At Bilbao en 1963-64. Duplicarlas en las localidades de a pie resultaba facilísimo, no ya para esta entidad, sino para todas.

También esta vez todo quedó impune. Cuando la Federación iniciara su encuesta, volvió a hallarse ante el eterno muro infranqueable. “Se trató de un contacto telefónico -adujo Orgilés-. No conocía a ese hombre. Lo hice público porque este tipo de cosas deberían erradicarse”. Lugo, al surgir comentarios sobre la posible actuación del intermediario a instancias del club o los jugadores departamentales, el propio presidente alicantino envió un escrito al Cartagena, justificando que en ningún momento aquella persona “dijo representar al club local, o a cualquier otra instancia del mismo”.

Lógicamente, la Administración no quiso permanecer en Babia. Tanto Hacienda como el Consejo Superior de Deportes irían apretando a los clubes, sirviéndose de inspecciones o imponiendo exigencias a la Liga de Fútbol Profesional. La implantación de tornos en los estadios, para conocer con exactitud el número real de espectadores, fue seguida por el establecimiento de entradas tipo, con sello y custodia de la LFP, que de ese modo pasaba a compartir responsabilidad con los clubes, primero, y las Sociedades Anónimas Deportivas después, ante hipotéticos manejos. Ya ninguna entidad futbolística podría duplicar entradas, al no controlar su impresión. Pasaban a la historia los mayúsculos descuadres entre el bueno ojo de los cronistas –“media entrada, tres cuartos, o casi lleno”-, y las raquíticas recaudaciones que solían reflejarse en los libros oficiales. Aunque antes de que ese río millonario empezara a encauzarse, surgieran más sospechas y prácticas curiosas.

Teórica escala salarial correspondiente al ejercicio que estrenaba el Convenio Colectivo. Distaba mucho de ser fiable, al mezclar fichas en bruto con otras en neto.

Sospechoso resultaba, sin apartarnos de la campaña 1987-88, que el brasileño Baltazar cobrase únicamente 9 millones de ptas. O que si un buen defensa como Quique Sánchez Flores, aunque todavía incipiente, gozaba de 20 millones contractuales pagaderos en junio de 1988, el culé Lineker, proveniente del fútbol británico, se contentase con 21.656.800 ptas. por todos los conceptos, incluidas primas y salarios mensuales, éstos a razón de 165.000 cada 30 días. El contrato de Quique presentado en la FEF, por cierto, sólo reflejaba 9 millones. Los emolumentos oficiales de Hipólito Rincón (11 millones), Arconada o Schuster, chocaban frontalmente con los 27 que el Real Zaragoza tenía asignados a Juan Señor, 10 de ellos, además, pagaderos cada año antes del mes de setiembre. La inexistencia de un modelo contractual uniformizado convertía cada vínculo en un galimatías abstracto, cuajado de cláusulas pintorescas. Y sobre todo en el caso de jugadores foráneos, desconocedores de nuestra legislación tributaria y con pocas ganas de sufrir sobresaltos, fue imponiéndose la fórmula del contracto en netos, mal denominado “libre de impuestos”.

El internacional argentino Calderón, que acababa de abandonar la disciplina bética rumbo al Paris Saint-Germain, acordó con los verdiblancos 9, 10, 11 y 12 millones de ptas. por cada una de sus cuatro campañas. Cantidades netas, puesto que la entidad se comprometía a hacerse cargo de sus impuestos. El argentino Fantaguzzi, al incorporarse al mismo club verdiblanco en agosto de 1987, se acogió a idéntica fórmula, de modo que cada año ingresaría 10.633.200 ptas. limpias. Desde tal perspectiva, el contenido de la tabla adjunta no deja de ser sino mero reflejo del confusionismo reinante.

A lo largo de los siguientes años habría cambios profundos. La enrevesada fórmula del 6 % para menores de 24 años fue sustituida por cánones en supuestos de traspaso a futbolistas jóvenes, cuyo beneficiario no iba a ser sólo el club de salida, sino todos las que hubieren participado en su formación. Se evitaban así prácticas tan injustas como las acaecidas en torno a Felipe Miñambres Fernández (Astorga, León, 29-IV-1965).

Este hábil, inteligente y escurridizo extremo que con el paso del tiempo fue retrasando posiciones, hasta convertirse en valioso director de juego, había asomado por el primer equipo del Atlético Astorga sin cumplir los 17 años. Tras competir en 3ª durante las campañas 81-82, 82-83 y 83-84, sería fichado por el Zamora, donde desarrolló los ejercicios correspondientes a 1984-85 y 85-86 en 2ª “B”, y más adelante por el Sporting de Gijón, viéndose obligado a hacer méritos en su filial, el Sporting Atlético. Cuando debutó con los del Molinón en la máxima categoría, el club astorgano percibió 645.450 ptas. por derechos formativos. Una nadería comparada con los 4 millones de ptas. que iba a recibir el Zamora, si su antiguo pupilo llegase a disputar 30 partidos con el primer equipo asturiano, y otros 2 suplementarios si debutaba en competición europea. Gran negocio zamorano, aunque Felipe se hubiera hecho futbolista con los maragatos, mientras figuraba en las alineaciones como “Felipín”. Y todavía los sportinguistas multiplicaron beneficios traspasándolo rápidamente al Club Deportivo Tenerife, cuando los “chicharreros” vivían su época dorada en 1ª. Después de 10 temporadas impartiendo clases doctorales en el Heliodoro Rodríguez, al colgar las botas sería el tercer futbolista tinerfeño por cuanto a partidos disputados: 310. Nunca, ni cuando fuera ideada esta particularidad indemnizatoria, ni durante sus posteriores cambios, o incluso en la actualidad, se logró satisfacer a todos. Al fin y al cabo vivimos en un mundo donde, como en la última escena del clásico “Con faldas y a lo loco”, cabe afirmar que nada ni nadie es perfecto.

Tampoco lo fue antaño ni quizás lo sea hoy, el Convenio Colectivo de los futbolistas. En cualquier caso constituyó un paso de gigante para bien de casi todos.

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