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La leyenda oficial El que lee la literatura general del deporte o los libros especializados que cuentan la historia olímpica puede constatar que todos los autores parten de lo que presentan como una evidencia: los Juegos olímpicos habrían sido reservados desde el comienzo a los amateurs. El movimiento olímpico habría sido estrictamente amateur desde los

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Entender el amateurismo olímpico

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La leyenda oficial

El que lee la literatura general del deporte o los libros especializados que cuentan la historia olímpica puede constatar que todos los autores parten de lo que presentan como una evidencia: los Juegos olímpicos habrían sido reservados desde el comienzo a los amateurs. El movimiento olímpico habría sido estrictamente amateur desde los orígenes, y por lo tanto lo habrían sido también todos los campeonatos disputados en su seno desde la primera olimpíada de 1896.

La tesis de un amateurismo intrínseco al movimiento olímpico no aparece nunca ni documentada ni claramente demostrada. Se sugiere que los aristócratas fundadores no podían ser otra cosa que partidarios del amateurismo por razones de clase y se hace referencia a un supuesto y muy estricto reglamento del amateurismo (la «carta olímpica») sin presentar jamás la versión vigente de dicho texto.

La idea de que en 1894 las sociedades deportivas del mundo entero se dejaron convencer por Coubertin de la utilidad de «restablecer los Juegos bajo una forma moderna» y aceptaron dócilmente que un puñado de individuos desconocidos, sin mandato y sin legitimidad deportiva alguna, les impusieran drásticas condiciones de participación, ya es de por sí bastante sospechoso, salvo si se parte de esa otra «evidencia» igualmente insinuada según la cual los deportes vivían entonces la «era primitiva y pura del amateurismo» y el profesionalismo no pasaba de ser la práctica aislada de algunos tramposos.

Autores como Pierre Clastres, Paul Dietschy o Georges Vigarello parten de estos principios, que presentan bien envueltos en lo que se denomina hoy, en los estudios históricos, «representación», y que los autoriza a mezclar indistintamente en un mismo magma ideología, propaganda y hechos. Sin duda la «representación» que se tiene hoy en día de los Juegos es la de un amateurismo radical intrínseco, pero esa representación puede ser totalmente falsa, y su consideración, si es que presenta algún interés, no puede presentar consistencia alguna si no es posterior al descubrimiento y a la afirmación de los hechos que se dieron objetivamente en la época pasada considerada. Y esos hechos no son otra cosa que la historia reglamentaria real de las primeras décadas de los Juegos olímpicos.

Elementos que conducen a cuestionar la leyenda

Dentro de la literatura olímpica reciente, la revista de Conrado Durántez «Pierre de Coubertin, el humanista olímpico» constituye una excepción. Figuran allí algunas citas y unas cuantas observaciones que rescatan la verdad de la obra, oponiendo la perspectiva popular y universalista francesa de Coubertin a los reglamentos rancios del atletismo aristocrático inglés. Esta publicación me abrió la vía a la investigación sobre estos temas. Se impuso una idea clave: los reglamentos deportivos son hechos históricos objetivos por excelencia; determinan la naturaleza de una competición.

No pueden no llamar la atención de los investigadores las declaraciones que el propio Coubertin se empeñó en difundir en los últimos años de su vida. El creador de los Juegos hizo lo imposible para deshacerse de lo que él mismo llamaba «la leyenda del amateurismo», respondiendo sistemáticamente a la prensa cosas como esta: «No me haga reír con el tema del amateurismo. Nunca hubo amateurismo en los Juegos olímpicos y no hay la menor referencia a este asunto en el juramento que yo redacté.» Y es cierto. Como puede verificarse en las sucesivas cartas olímpicas que el sitio del Comité Olímpico Internacional pone a disposición del público, un juramento sin la menor alusión al amateurismo rigió hasta 1930.

La lectura de las Memorias olímpicas de Coubertin deja muy claro que si el tema del amateur/profesional se planteó en el Congreso fundador de 1894 fue con la intención de que desapareciera solo al cabo de pocos años. Y también que desde comienzos del siglo veinte el padre de los Juegos consideró la regla del amateurismo a la vez imposible y socialmente caduca. Las encuestas internacionales que organiza el Comité Internacional en 1904, y más ampliamente en 1909, cierran definitivamente el tema.

«No hay, escribe Coubertin, ninguna solución posible. Ni en un mismo deporte en diferentes países, ni en un mismo país en diferentes deportes, es posible destacar un consenso mínimo que permita establecer una definición general y aplicable del amateur.» Lo que remata el asunto es la posición de los dirigentes ingleses encargados de responder a la encuesta para su zona: instituciones tan prestigiosas e ineludibles como el Jockey Club o el Yacht Club consideran que sus máximos profesionales constituyen el más acabado modelo del amateurismo gentleman.

Los hechos resultan de la fuerza del profesionalismo aristocrático de la época. Todos los deportes de la elite se encuentran altamente profesionalizados: la equitación y las carreras de caballos, claro está, pero también la vela, la esgrima y el tiro. Y uno se pregunta entonces ¿qué sentido podía tener que, en nombre del aristocratismo, se reglamentara un «amateurismo estricta» totalmente a lo opuesto de las prácticas de las clases dominantes.

Y de hecho, cuando se consultan los votos (puntos de vista sin valor de ley) emitidos por el primer Congreso olímpico de La Sorbona (1894) aparece muy directamente expresada la sugerencia de no aplicar el amateurismo a las disciplinas aristócraticas principales (esgrima, vela, equitación, tiro a la paloma) y para las demás (ciclismo, fútbol, tenis, natación, gimnasia, etcétera) la de favorecer el asalariamiento de los deportistas en nombre de un esquema capitalista patronal y desalentar el reparto directo de las recaudaciones. Unica excepción: los concursos atléticos atléticos propiamente dichos (carreras, saltos y lanzamientos del atletismo), para los cuales el congreso pide que «se tienda en lo posible» a la amateurización.

El cuestionamiento

Tengo en casa un libro en dos tomos publicado por L’Équipe, titulado «Les Jeux Olympiques». Leo en el capítulo dedicado a la olimpiada de París de 1924 una entrevista que L’Auto realiza a Coubertin al cerrarse la edición. Saliendo de la reunión del Comité Internacional, el Barón declaró: «Los ingleses quieren vernos volver a abrir el tema del amateurismo, caduco desde hace ya veinte años». Y más adelante la idea radical frecuentemente expresada en los escritos autobiográficos de Coubertin: «resucitar la momia del amateurismo es arrebatar los poderes legislativos que de derecho pertenecen a las federaciones internacionales». ¿Cómo, después de haber leído estas cosas, puede creerse en la leyenda del amateurismo olímpico?

Sumamente esclarecedora es también la lectura del informe olímpico oficial de la segunda olimpiada organizada en París en 1900, elaborado por la USFSA francesa creadora de los Juegos. Hasta en atletismo se organizan pruebas de profesionales y se otorgan títulos de «campeón del mundo de profesionales». Prácticamente todas las grandes disciplinas cuentan con campeonatos calificados «profesionales» cuyo reglamento autoriza la participación de todas las categorías. Para colmo, se distribuyen masivamente premios en dinero particularmente consecuentes en tiro, bochas, automovilismo y ciclismo.

Ahí tenemos históricamente marcada, cinco años después de la fundación del movimiento, la caducidad del tema. Y planteado el misterio que corresponde resolver: ¿cómo se establecieron verdaderamente las condiciones de admisión de los deportistas a los Juegos olímpicos tanto en el momento de la fundación del movimiento como en las ediciones que siguieron? En otros términos: ¿cómo funcionó el poder legislativo internacional de los Juegos olímpicos entre 1894, fecha de la fundación, y el momento eventual de su transformación sustancial?

La invitación al Congreso de 1894, base de interpretación

El Congreso Internacional del deporte convocado por Coubertin para restablecer los Juegos olímpicos fue patrocinado por tres comisarios: uno francés, Coubertin, por Europa continental; un inglés por el Imperio británico; un estadounidense por todo el Continente americano. Se selló así la fórmula mundialista del olimpismo pionero: Europa más América.

Coubertin envió la invitación en 1893 a una gran cantidad de sociedades del mundo incluyendo Sudamérica, América Central, Oceanía y Rusia. El reglamento de la invitación fija la estructura de poderes del futuro movimiento. La disposición clave dice así: «El Congreso está habilitado a emitir puntos de vista sobre todos los temas que se le someten, pero no leyes internacionales». Dichos temas estaban bien especificados en la parte «programa» de la invitación: los reglamentos propiamente técnicos de las disciplinas aceptadas y el asunto clave del amateur/profesional. Sobre este último asunto, quedaba bien especificado en la invitación que los comisarios se posicionaban con neutralidad, negándose a pronunciarse en favor de una regla general.

¿Qué significaba el principio legislativo fundador definido por Coubertin y reafirmado en los debates de la Comisión de los Juegos que preparó las decisiones del Congreso? Que las leyes internacionales del deporte -reglamentos técnicos y condiciones de admisión serían decididas libremente por las autoridades propiamente deportivas. Que estas autoridades podrían «seguir o no» los puntos de vista del Congreso olímpico. Y que en consecuencia, los torneos olímpicos dentro de una misma edición podrían ser reservados a los amateurs o plenamente abiertos, en función de lo que decidieran las autoridades legítimas del sector. Como se ve, no se apuntaba a ninguna obligación general sino a instaurar un marco de carácter liberal y democrático.

Adelantemos que esta estructura, que llamaremos aquí «era de los votos», fue cuestionada por primera vez en 1925, reactivada en 1927, vigente en todas las ediciones olímpicas hasta la de 1928 inclusive, y definitivamente liquidada por el Congreso olímpico reunido en Berlín en 1930 bajo la presidencia del conde belga Baillet-Latour y liderazgo británico.

Cuestiones de gramática y de terminología

Importa aclarar ciertos términos utilizados en aquella la época para entender el valor exacto de las decisiones que se adoptaban en el marco complicado del evento olímpico.

«Puntos de vista», decía Coubertin. «Votos» dicen las actas del congreso fundador publicadas en el boletín número 1 del Comité Internacional.

Es que entre 1894 y 1950, los dirigentes deportivos, y no solo los olímpicos, adoptaban decisiones de valor diferente. Los «votos» eran simple expresión de un punto de vista, sugerencias sin valor de ley, reglas no aplicables, a considerar o no. Las leyes, en cambio, eran decisiones efectivas, reglas aplicables y obligatorias.

En los informes olímpicos, los votos del congreso se denominaban «Reglas generales», significando entonces el término «general» que las sugerencias del Congreso se referían a todos los deportes. Al mismo tiempo, la verdadera ley internacional se denominó «reglamento deportivo», siendo el término «reglamento» sinónimo de ley efectiva.

Los dispositivos olímpicos se presentan al lector como una seguidilla de reglas incoherentes: primero las reglas generales, luego las leyes deportivas verdaderas que generalmente las contradicen. Visto desde hoy, la comprensión del conjunto de los textos parece imposible. Pero en aquella época, todos sabían diferencias las «reglas generales» sin valor, y los «reglamentos», verdadera ley deportiva.

Hay que entender también la lógica de la redacción: se anotaban todas las propuestas siguiendo el orden temporal, partiendo de las comisiones olímpicas hasta las autoridades deportivas, partiendo de los votos para llegar a la ley. Es la clave de la gramática deportiva de la época. Y esa clave aparece incluso dentro mismo de los reglamentos deportivos, como una manera de establecer consensos. De ello resulta muchas veces una contradicción entre la aparente orientación de un texto y su perspectiva concreta.

Así por ejemplo, los reglamentos de la equitación solían proclamar el amateurismo pero definir al amateur como un gentleman a caballo, es decir, incluyendo dentro de la definición a los jockeys más profesionalizados. Igualmente, en el mundo entero del fútbol, apareció a partir de 1915 una ley que, después de proclamar el principio inviolable del amateurismo puro, autorizaba el empleo de los jugadores por los clubes, sin límite de cantidad, y con la sola condición de que el salario percibido no correspondiera al pago del partido del fin de semana («servicio deportivo»). Como lo que se pagaba en realidad era la disponibilidad del jugador-empleado para los entrenamientos de la semana -entrenamientos que le impedían trabajar en otra parte-, lo que se instauraba era el profesionalismo masivo del futbolista-empleado de club mucho antes de lo que se denomina «era profesional». El dispositivo se acompañaba de disposiciones anexas que iaseguraban la protección de los planteles asalariados y fundaban lo que se denomina hoy «sistema de pases».

La Historia que siguió

La regla fijada por Coubertin en 1894 limitando el poder olímpico a emitir puntos de vista se perpetuó de congreso en congreso, afirmándose en 1909, después de las encuestas internacionales. Esta perpetuación duró 1925. Entonces, a iniciativa de los dirigentes de los países monárquicos de Europa (Gran Bretaña, Bélgica, Dinamarca, Holanda y Suecia), apoyándose en la federación internacional de atletismo y aprovechando la partida de Coubertin, el congreso olímpico reunido en Praga votó la gran regresión.

Importa destacar los pasos que necesitó, y que figuran muy explícitamente en las actas del congreso. Primero fue necesario abrogar el principio fijado en 1894. Se votó pues el derecho del congreso a fijar la ley internacional en materia de amateurismo. Segundo, se aprobó el Código del amateurismo que prohibía en adelante la participación de los atletas profesionales y de los no profesionales que recibían salarios de compensación. De esta manera, se cerró la puerta a los deportistas de origen popular, y a los deportes populares como el fútbol, el ciclismo y el tenis.

La medida promovida por Lord Cadogan -conocido militar inglés de los servicios especiales durante la Guerra de los Bóeres en Sudáfrica- apuntaba a poner a la FIFA de rodillas. En París, el fútbol se había convertido en la primera disciplina olímpica, duplicando las recaudaciones del atletismo y con un éxito de público infinitamente mayor. Esto, para los nuevos aristócratas del Comité Internacional, no presagiaba nada bueno. Se insinuaban las ambiciones olímpicas de Rimet y la exigencia de que el fútbol obtuviera, dentro mismo del Comité, una representatividad proporcional a su fuerza objetiva.

Tres federaciones se opusieron al Código amateur de Praga. El ciclismo anunció que no resistiría pero también que no respetaría la regla y anotaría a sus corredores como amateurs sea cual fuera su estatuto real. El tenis, radicalizado, se fue de los Juegos en 1926. Rimet, hábil maniobrero, hizo votar por el Congreso de la FIFA todas las disposiciones que anulaban el Código de Praga: compensaciones para los deportistas viajeros, libre composición de los seleccionados, y hasta posibilidad de recalificar a un profesional como amateur en caso de traba.

En mayo de 1927, Rimet impuso un chantaje: o el COI aceptaba el abierto del fútbol como en 1924 o no iba a los Juegos de Amsterdam. En agosto, contra la resistencia inglesa, Baillet-Latour cedió. Rimet aprovechó entonces para publicar un reglamento provocador que imponía a las asociaciones el pago de salarios olímpicos a todos sus jugadores, amateurs o profesionales, desde el inicio del viaje de partida hasta el día del regreso a casa. Nunca un campeonato olímpico fue tan reglamentariamente profesional como esa vez.

La victoria de Rimet fue de corto plazo. En 1930, en Berlín, los británicos impusieron definitivamente el Código contra los deportistas asalariados.

Paradojas de la historia en lo que se refiere al fútbol

A partir de 1936 la FIFA volvió a los Juegos. No se plegó realmente a la obligación legal de amateurismo. Los equipos pudieron presentar selecciones de profesionales B. Siguió lo que todo el mundo sabe: el copamiento del campeonato olímpico de fútbol por los falsos amateurs de los países del Este.

Pero la historia que interesa aquí es la anterior. Entre 1896 y 1928, bajo la era liberal de los votos, se organizaron cinco campeonatos de fútbol olímpico. Y lo que determinó su valor -abierto supremo o amateur rebajado- no fue ninguna «regla general estricta» sino el reglamento propiamente futbolístico.

Los sucesivos reglamentos son consultables: para 1908, 1912 y 1928, en los informes oficiales disponibles en bibliotecas en línea (LA84); para 1920 y 1924, en los boletines específicos disponibles en la biblioteca suiza ReroDoc. Su contenido no fue determinado por ninguna prescripción olímpica. Fue libremente futbolístico. Mandó la presidencia de la FIFA que ejercía su poder sobre el fútbol de Europa.

En 1908, 1912 y 1920, la presidencia inglesa, aliada a las asociaciones monárquicas de Inglaterra, Suecia y Bélgica, supo imponer la reserva de los campeonatos a los amateurs, a lo opuesto del modelo abierto del British Home Championship. En 1924 y 1928, la nueva dirección francesa del fútbol, con Rimet presidente de la FIFA, impuso el abierto universal.

Se observa pues un movimiento de contrarios. Bajo liberalismo olímpico, el fútbol se cerró, amateurizándose. Y cuando el marco olímpico se amateurizó, el fútbol afirmó la única opción internacional válida: el abierto. Cuando las puertas olímpicas se cerraron de modo definitivo, Rimet decidió sacar el campeonato internacional de fútbol de un marco que ya no convenía. Fue para salvar y perpetuar el campeonato mundial olímpico en su forma abierta que Rimet creó el campeonato del mundo independiente, cuya primera edición se jugó en 1930 en Montevideo.

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